sábado, 10 de noviembre de 2012

EL MAGIVIRUS


EL MAGIVIRUS 

El magivirus fue el primer virus mágico que existió. Era un encantamiento que iba pasando de persona a persona, y bastaba con que dos hombres, mujeres, niños o ancianos se tocasen, para que el virus cambiara de uno a otro. Los efectos de este hechizo cambiaban dependiendo del enfermo, pero solían ser pequeñas desgracias mágicas, como quedarse calvo de repente, estornudar cubitos de hielo, llorar por los pies o tener las manos tan pegajosas que era imposible soltar nada que se hubiera agarrado.

Como no todo el mundo tocaba a otras personas con la misma frecuencia, resultó que algunos pasaron la mágica enfermedad de forma muy suave, pero otros, aquellos que menos contacto tenían con otras personas, llegaron a estar verdaderamente graves, sobre todo cuando pasaban más de 3 días con el virus.

Por supuesto, nadie pensaba que esas pequeñas desgracias fueran provocadas por un virus, y echaban las culpas a algún duende travieso o una bruja viajera. Sólo el doctor Toymu Malo, el médico del lugar, comenzó a sospechar algo después de haber sufrido él mismo la enfermedad más de veinte veces, casi siempre tras alguna de sus visitas. De modo que empezó a hacer pruebas con sus pacientes y consigo mismo, y en unos pocos días ya estaba seguro de saber cómo se transmitía la enfermedad.

El doctor reunió a todo el pueblo y les comentó que su enfermedad duraría tan poquito tiempo como tardaran en tocar a otra persona. Y así, el pueblo se convirtió en la capital mundial del “pilla-pilla” el famoso juego en que uno corre tras los demás, y cuando toca a alguien dice “tú la llevas”. Hasta los más viejetes jugaban, y la salud de todos los del pueblo mejoró tantísimo con aquel deporte, que el doctor recibió muchos premios y medallas.


Lo más gracioso es que, aunque todo sigue igual, hace ya muchísimo tiempo que el magivirus cambió de pueblo sin que nadie se diera cuenta. Se lo llevó un señor que estaba de visita, cuando tropezó con él un niño “contagiado” que corría tras otros niños.

Al regresar a su pueblo la historia fue un poco distinta, y en lugar del pilla-pilla, se convirtió en la capital mundial de los abrazos: abrazo viene y abrazo va, todo el que pasaba por allí recibía un fuerte abrazo y la mágica enfermedad. Por eso mismo el virus tampoco tardó mucho tiempo en cambiar de pueblo otra vez. Y en el lugar al que fue, la gente terminó besándose a todas horas.


Y así, uno tras otro, el magivirus fue cambiando los hábitos de todos los lugares por los que pasaba, convirtiéndolos en sitios más divertidos y amistosos, donde la gente se sentía mucho más cercana. Y es tal el efecto, que a nadie le importa si el virus sigue allí o si se ha ido, porque todos están encantados con el cambio.

El contacto físico y la cercanía ayudan a mejorar los ambientes y ayudan a prevenir la soledad

Autor..

http://cuentosparadormir.com/infantiles/cuento/el-magivirus


sábado, 1 de octubre de 2011

EL GIGANTE EGOÍSTA





OSCAR WILDE


Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante.

Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

—¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

—Este jardín es mío. Es mi jardín propio —dijo el Gigante—; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

"ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA

BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES".

Era un Gigante egoísta...

Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.

—¡Qué dichosos éramos allí! —se decían unos a otros.

Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.

Los únicos que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.

—La Primavera se olvidó de este jardín —se dijeron—, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.

La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

—¡Qué lugar más agradable! —dijo—. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.

Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

—No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.

—Es un gigante demasiado egoísta—decían los frutales.

De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

—¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la ventana.

¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.

—¡Sube a mí, niñito! —decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

—¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.

Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.

Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.

—Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.

Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.

—Pero, ¿dónde está el más pequeñito? —preguntó el Gigante—, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.

—No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.

—Díganle que vuelva mañana —dijo el Gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.

—¡Cómo me gustaría volverle a ver! —repetía.

Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.

—Tengo muchas flores hermosas —se decía—, pero los niños son las flores más hermosas de todas.

Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado y miró, miró…

Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.

Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:

—¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.

—¿Pero, quién se atrevió a herirte? —gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.

—¡No! —respondió el niño—. Estas son las heridas del Amor.

—¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? —preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:

—Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

viernes, 22 de abril de 2011

EL ZAPATERO Y LOS DUENDES



Hermanos Grimm

Hace mucho tiempo, había un pobre zapatero que casi no tenía trabajo.Un día, triste y cansado, cortó el último trozo de cuero que le quedaba, pues no tenía dinero para comprar más, y se fue a dormir muy temprano.

Cuando, a la mañana siguiente, el zapatero se levantó y entró en su modesto taller, se encontró con la sorpresa más grande de su vida: sobre su mesa de trabajo había un hermoso par de zapatos, hechos con el cuero que había cortado el día anterior.

El zapatero llamó a su esposa y le preguntó si los había hecho ella, pero la mujer tampoco sabía nada.

Examinaron los zapatos con atención, y comprobaron que era el mejor trabajo que habían visto nunca: quien quiera que hubiese hecho aquellos zapatos era un auténtico artista.
Al poco rato pasó por allí un señor muy rico y distinguido y vio los zapatos desde la puerta. Entró y le dijo al zapatero:

- Buen hombre, ¿me permite ver esos zapatos, si es que están en venta?
- Por supuesto, señor -contestó el zapatero, dándole los zapatos.


El cliente los examinó con atención y dijo:

- Le felicito, son los mejores zapatos que he visto en mucho tiempo. De ahora en adelante, siempre le encargaré a usted mi calzado, y además pienso recomendarle a mis amigos.


El caballero pagó muy generosamente los zapatos, y el zapatero corrió a enseñarle las monedas a su mujer.
Luego fue a comprar cuero, hilo y todo lo que necesitaba para seguir trabajando, lleno de alegría por su buena suerte.

Gracias a las monedas que su distinguido cliente le había dado, el zapatero pudo comprar material para hacer otros dos pares de zapatos.
Esa noche cortó el cuero, preparó los hilos y se fue a dormir temprano, pues estaba agotado a causa de la emoción.

En la cama, su mujer y él estuvieron charlando largo rato, haciendo todo tipo de suposiciones sobre quién podría haber cosido tan primorosamente los zapatos la noche anterior. Pero, por más vueltas que le daban, no podían aclarar el misterio, y al fin se durmieron.

Cuál no sería la sorpresa y la alegría del zapatero cuando, a la mañana siguiente, encontró sobre su mesa dos pares de zapatos tan bonitos como los del día anterior.
Llamó a su mujer y juntos bailaron de contento, seguros de que algún misterioso protector velaba por ellos.

Los nuevos pares de zapatos se vendieron tan rápidamente como los anteriores, y el zapatero pudo comprar más material... ¡Y al día siguiente encontró cuatro pares de zapatos perfectamente acabados!

A las pocas horas los había vendido todos y compró más cuero.

La historia se repitió una y otra vez, y el zapatero cada vez tenía más clientes, pues todos los que compraban sus zapatos se los recomendaban a sus amigos y conocidos. Al cabo de unos días, había una larga cola ante la zapatería.

Un día, el zapatero le dijo a su esposa:

- Hace más de una semana que nuestro misterioso benefactor viene a trabajar para nosotros durante la noche, y me gustaría saber quién es.

- A mí también - dijo la mujer -, pero a lo mejor no quiere que lo eamos, pues de lo contrario ya se habría presentado, en vez de venir cuando estamos durmiendo.

- Por eso - dijo el zapatero -, lo tenemos que hacer es escodernos esta noche en el taller e ir turnándonos para dormir, y de esa forma lo veremos cuando venga a hacer los zapatos.

Así lo hicieron, y al dar la media noche el zapatero y su esposa vieron el más increíble de los espectáculos: unos hombrecillos diminutos, de menos de un palmo de altura, entraron en el taller y empezaron a coser los zapatos.

Iban completamente desnudos, y trabajaban con tal rapidez y habilidad que los zapatos salian de sus manitas uno tras otro como por arte de magia. Al cabo de unas horas, todos los zapatos estaban terminados, y los minúsculos hombrecillos se marcharon tan silenciosamente como habían llegado

- pobrecillos, van desnudos y deben pasar frío - dijo la mujer.

- Y además van descalzos - dijo el zapatero -, Podríamos hacerles ropa y zapatos en agradecimiento por lo que ellos han hecho.

Inmediatamente, el zapatero y su esposa se pusieron a trabajar.

Al día siguiente tenían listos un montón de zapatitos y ropitas para los duendes. Por la noche, lo pusieron todo sobre la mesa y volvieron a esconderse para ver que pasaba.

Al dar las doce, aparecieron de nuevo los hombrecillos, y al ver los diminutos vestidos y zapatos qque habían preparado para ellos, se pusieron a dar saltos de alegría. Empezaron a ponerse las ropitas, como si fuera un juego muy divertido, y cuando todos estuvieron vestidos y calzados, se marcharon alegremente por donde habían venido.

Los duendes no volvieron nunca más, pero como el zapatero ya se había hecho famoso y le sobraba el trabajo, él y su mujer vivieron felices el resto de sus días

sábado, 19 de marzo de 2011

EL GIGANTE EGOÍSTA



Oscar Wilde

Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:
Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.

Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.

Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.

-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año

La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó.

Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas.

-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.

Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará!

Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

-Es demasiado egoísta- se dijo.

Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.

Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.

-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?

Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.

Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.

-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.

-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.

Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.

Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín.

Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno.

Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.

Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.

-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.

Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.

-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó.

El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.

-No sabemos contestaron los niños- se ha marchado.

-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.

Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.

-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.

Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.

Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.

De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.

El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:

- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.

-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.

-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.

-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.

FIN

sábado, 26 de febrero de 2011

LOS CISNES SALVAJES

LOS CISNES SALVAJES

Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe.

Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio.

"Ella me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre", pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes.

La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.

-¡Fuera de aquí! -gritó-.

No los quiero volver a ver nunca más.

Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza.

La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.

-Olvídate de esos ingratos -dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.

Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.

-Ven, preciosa -le dijo-. Debes prepararte para saludar a tu padre.

Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:

-Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea.

Luego puso los sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina.

Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmarañó el cabello.

Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.

-¡Esta no es mi hija! -exclamó el rey.

-¡Padre, soy yo, Elisa! -replicó la muchacha.

-Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero -dijo la bruja.

-¡Llévensela! -ordenó el rey.

Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello.

En ese momento, una vieja mujer se le acercó.

-¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? -preguntó Elisa, esperanzada.

-No, mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza -respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.

Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.
Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.

Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.

-¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! -gritó, mientras corría a abrazarlos.

Todos se reunieron en torno a ella, felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo.

¡Fue un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó que a ella la había echado del castillo.

-De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos -explicó Antonio, el mayor de los hermanos.

-Encontraré la manera de romper el hechizo -les aseguró Elisa.

Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.

-Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir -susurró el hada-. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.

-Eso no importa -respondió Elisa en sus sueños-. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!

Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido.

En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.

-¿Qué haces? -preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.

Sebastián no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra.

Los hermanos observaron durante un rato. El asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos.
Al otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.

"Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble", pensó. "Allá no me verán."

Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.

-¿Tú quien eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.

-Quietos -dijo una voz. Era un joven rey.

-¿Cómo te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.

-Ella vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.

De regreso en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey.

Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo.

-Amo a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella.

-Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño.

Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.

Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las camisas de sus hermanos.

El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:

-Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el arzobispo.

El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.

-No lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes hacer.

Elisa fue acusada de brujería.

-Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.

Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:

-¡Quemen a la bruja!

De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa.

Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes.

Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.

-¡Sálvenme! -gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!

Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio.

El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio -dijo el rey.

La multitud gritaba alborozada:

-¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.

-¡Tu brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando.

-No llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.

FIN

sábado, 15 de enero de 2011

LA LECHERA


Iba alegre la lechera camino del mercado. Con paso vivo, sencilla y graciosa, sostenía sobre su cabeza un cántaro lleno de leche. Ese día se sentía realmente feliz y a medida que se iba acercando al pueblo, su dicha aumentaba.¿Por qué? Porque la gentil lechera caminaba acompañada por sus pensamientos y con la imaginación veía muchas cosas hermosas para el futuro.

Pensaba. Ahora llegaré al mercado y encontraré en seguida comprador para esta riquísima leche. Sin duda, han de pagármela a buen precio, que bien lo vale.

En cuanto consiga el dinero, allí mismo compraré un canasto de huevos. Lo llevaré a mi cabaña y de ese montón de huevos, lograré sacar , ya hacia el verano, cien pollos por lo menos. ¡Ah, que feliz me siento de pensarlo solamente! Me rodearán esos cien pollos piando y piando y no dejaré que se le acerque zorra ni comadreja enemiga.

Una vez que tenga mis cien pollos, volveré al mercado. Y entonces, entonces...los venderé para comprar un cerdo.

Sí, un cerdo, no muy grande, un lechoncito rosado. ¡Ya me encargaré yo de cebarlo! Crecerá y se pondrá gordo, porque estará bien alimentado con bellotas y castañas. Será un cerdo enorme, con una barriga que ha de arrastrarse por el suelo. Yo lo conseguiré."

Siguió la lechera su camino, sonriendo ante la idea de ser dueña de tan robusto animal. ¿Que haría? Lo pensó un instante. Y otra vez una sonrisa de felicidad iluminó su linda carita.

Claro está. Ya se lo que me conviene. Ese cerdo magnífico bien valdrá un buen dinero. ¡Con él me compraré una vaca! ¡Una vaca y ...un ternero! ¡Ah, que gusto ver al ternerito saltar y correr en mi cabaña!

Ya se imaginó la lechera correteando junto al ternerito. Y al pensarlo, río alegremente a tiempo que daba un salto.¡Hay cuanta desdicha siguió a su alegría! Al dar el salto , cayó de su cabeza el el cántaro que se rompió en mil pedazos.

La pobre lechera miró desolada cómo la tierra tragaba el blanco líquido. Ya no había leche, ni habría pollos, ni cerdo, ni vaca, ni ternero. Todas sus ilusiones se habían perdido para siempre, junto con el cántaro roto y la leche derramada en el camino.

Samaniego

domingo, 26 de diciembre de 2010

LA VENDEDORA DE FOSFOROS


La vendedora de fosforos


¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

Hans Christian Andersen

lunes, 6 de diciembre de 2010

EL ÁNGEL DE LOS NIÑOS

Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba en el cielo, le tocó su turno de nacer como niño y le dijo un día a Dios:

- Me dicen que me vas a enviar mañana a la tierra. ¿Pero, cómo vivir? tan pequeño e indefenso como soy

- Entre muchos ángeles escogí uno para ti, que te esta esperando y que te cuidara.

- Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y Sonreír, eso basta para ser feliz.

- Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tu sentirás su amor y serás feliz.

-¿Y como entender lo que la gente me hable, si no conozco el extraño idioma que hablan los hombres?

- Tu ángel te dirá las palabras mas dulces y más tiernas que puedas escuchar y con mucha paciencia y con cariño te enseñará a hablar.

-¿Y que haré cuando quiera hablar contigo?

- Tu ángel te juntará las manitas te enseñará a orar y podrás hablarme.

-He oído que en la tierra hay hombres malos. ¿Quién me defenderá?

- Tu ángel te defenderá mas aún a costa de su propia vida.

- Pero estaré siempre triste porque no te veré más Señor.

- Tu ángel te hablará siempre de Mí y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a tu lado.

En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo pero ya se oían voces terrestres, y el niño presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos sollozando...

-¡¡Dios mío, si ya me voy dime su nombre!!. ¿Cómo se llama mi ángel?

- Su nombre no importa, tu le dirás : MAMÁ .

Fin.

domingo, 14 de noviembre de 2010

LOS DÍAS DE LA SEMANA

Los Dias de la Semana


Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara.

Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval.

Llegó el día, y todos se reunieron.






Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que se diviertan!».




Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.

-Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana





Martes, el día de Marte, o sea, el de la fuerza.

-¡Sí, lo soy! -dijo-. Pongo manos a la obra, ato las alas de Mercurio a las botas del mercader, en las fábricas inspecciono si han engrasado las ruedas y si éstas giran; atiendo a que el sastre esté sentado sobre su mesa y que el empedrador cuide de sus adoquines. ¡Cada cual a su trabajo! No pierdo nada de vista, por eso he venido en uniforme de policía.

-Si no les parece adecuado, búsquenme un atuendo mejor.






-¡Ahora voy yo! -dijo Miércoles-. Estoy en el centro de la semana. Soy oficial de la tienda, como una flor entre el resto de honrados días laborables. Cuando dan orden de marcha, llevo tres días delante y otros tres detrás, como una guardia de honor. Tengo motivos para creer que soy el día de la semana más distinguido.



Jueves se presentó vestido de calderero, con el martillo y el caldero de cobre; era el atributo de su nobleza.

-Soy de ilustre cuna -dijo-, ¡gentil, divino! En los países del Norte me han dado un nombre derivado de Donar, y en los del Sur, de Júpiter. Ambos entendieron en el arte de disparar rayos y truenos, y esto ha quedado en la familia.

Y demostró su alta alcurnia golpeando en el caldero de cobre.




Viernes venia disfrazado de señorita, y se llamaba Freia o Venus, según el lenguaje de los países que frecuentaba. Por lo demás, afirmó que era de carácter pacífico y dulce, aunque aquel día se sentía alegre y desenvuelto; era el día bisiesto, el cual da libertad a la mujer, pues, según una antigua costumbre, ella es la que se declara, sin necesidad de que el hombre le haga la corte.


Sábado vino de ama de casa, con escoba, como símbolo de la limpieza. Su plato característico era la sopa de cerveza, mas no reclamó que en ocasión tan solemne la sirviesen a todos los comensales; sólo la pidió para ella, y se la trajeron.

Y todos los días de la semana se sentaron.

Los siete quedan dibujados, utilizables para cuadros vivientes en círculos familiares, donde pueden ser presentados de la manera más divertida. Aquí los damos en febrero sólo en broma, el único mes que tiene un día de propina.

FIN

Hans Cristian Andersen

sábado, 9 de octubre de 2010

LA HILANDERA


LA HILANDERA

Érase una vez un molinero muy pobre que no tenía en el mundo más que a su hija. Ella era una muchacha muy hermosa. Cierto día, el rey mandó llamar al molinero, pues hacía mucho tiempo no le pagaba impuestos. El pobre hombre no tenía dinero, así es que se le ocurrió decirle al rey:

-Tengo una hija que puede hacer hilos de oro con la paja.

-¡Tráela! -ordenó el rey.

Esa noche, el rey llevó a la hija del molinero a una habitación llena de paja y le dijo:

-Cuando amanezca, debes haber terminado de fabricar hilos de oro con toda esta paja. De lo contrario, castigaré a tu padre y también a tí. La pobre muchacha ni sabía hilar, ni tenía la menor idea de cómo hacer hilos de oro con la paja. Sin embargo, se sentó frente a la rueca a intentarlo. Como su esfuerzo fue en vano, desconsolada, se echó a llorar.

De repente, la puerta se abrió y entró un hombrecillo extraño.

-Buenas noches, dulce niña. ¿Por qué lloras?

-Tengo que fabricar hilos de oro con esta paja -dijo sollozando-, y no sé cómo hacerlo.

-¿Qué me das a cambio si la hilo yo? -preguntó el hombrecillo.

-Podría darte mi collar -dijo la muchacha.

-Bueno, creo que eso bastará -dijo el hombrecillo, y se sentó frente a la rueca.

Al otro día, toda la paja se había transformado en hilos de oro. Cuando el rey vio la habitación llena de oro, se dejó llevar por la codicia y quiso tener todavía más. Entonces condujo a la muchacha a una habitación aún más grande, llena de paja, y le ordenó convertirla en hilos de oro. La muchacha estaba desconsolada.

"¿Qué voy a hacer ahora?" se dijo.

Esa noche, el hombrecillo volvió a encontrar a la joven hecha un mar de lágrimas. Esta vez, aceptó su anillo de oro a cambio de hilar toda la paja.Al ver tal cantidad de oro, la avaricia del rey se desbordó. Encerró a la muchacha en una torre llena de paja.

-Si mañana por la mañana ya has convertido toda esta paja en hilos de oro, me casaré contigo y serás la reina.

El hombrecillo regresó por la noche, pero la pobre muchacha ya no tenía nada más para darle.

-Cuando te cases -propuso el hombrecillo- tendrás que darme tu primer hijo.

Como la muchacha no encontró una solución mejor, tuvo que aceptar el trato.

Al día siguiente, el rey vio con gran satisfacción que la torre estaba llena de hilos de oro. Tal como lo había prometido, se casó con la hija del molinero.

Un año después de la boda, la nueva reina tuvo una hija.

La reina había olvidado por completo el trato que había hecho con el hombrecillo, hasta que un día apareció.

-Debes darme lo que me prometiste -dijo el hombrecillo.

La reina le ofreció toda clase de tesoros para poder quedarse con su hija, pero el hombrecillo no los aceptó.

-Un ser vivo es más precioso que todas las riquezas del mundo -dijo.

Desesperada al escuchar estas palabras, la reina rompió a llorar. Entonces el hombrecillo dijo:

-Te doy tres días para adivinar mi nombre. Si no lo logras, me quedo con la niña.

La reina pasó la noche en vela haciendo una lista de todos los nombres que había escuchado en su vida. Al día siguiente, la reina le leyó la lista al hombrecillo, pero la respuesta de éste a cada uno de ellos fue siempre igual:

-No, así no me llamo yo.

La reina resolvió entonces mandar a sus emisarios por toda la ciudad a buscar todo tipo de nombres.

Los emisarios regresaron con unos nombres muy extraños como Piedrablanda y Aguadura, pero ninguno sirvió. El hombrecillo repetía siempre:

-No, así no me llamo yo.

Al tercer día, la desesperada reina envió a sus emisarios a los rincones más alejados del reino.
Ya entrada la noche, el último emisario en llegar relató una historia muy particular.

-Iba caminando por el bosque cuando de repente vi a un hombrecillo extraño bailando en torno a una hoguera. Al tiempo que bailaba iba cantando: "¡La reina perderá, pues mi nombre nunca sabrá. Soy el gran Rumpelstiltskin!"

Esa misma noche, la reina le preguntó al hombrecillo:

-¿Te llamas Alfalfa?

-No, así no me llamo yo.

-¿Te llamas Zebulón?

-No, así no me llamo yo.

-¿Será posible, entonces, que te llames Rumpelstilstkin? -preguntó por fin la reina.

Al escuchar esto, el hombrecillo sintió tanta rabia que la cara se le puso azul y después marrón. Luego pateó tan fuerte el suelo que le abrió un gran hueco.

Rumpelstiltskin desapareció por el hueco que abrió en el suelo y nadie lo volvió a ver jamás. La reina, por su parte, vivió feliz para siempre con el rey y su preciosa hijita.

FIN

sábado, 4 de septiembre de 2010

LÁGRIMAS DE CHOCOLATE

LÁGRIMAS DE CHOCOLATE


Camila Comila era una niña golosa y comilona que apenas tenía amigos y sólo encontraba diversión en los dulces y los pasteles.

Preocupados, sus papás escondían cualquier tipo de dulce que caía en sus manos, y la niña comenzó una loca búsqueda de golosinas por todas partes.

En uno de sus paseos, acabó en una pequeña choza desierta, llena de chacharros y vasos de todos los tipos y colores. Entre todos ellos, se fijó en una brillante botellita de crital dorado, rellena de lo que parecía chocolate, y no dudó en bebérselo de un trago. Estaba delicioso, pero sintió un extraño cosquilleo, y entonces reparó en el título de la etiqueta: "lágrimas de cristal", decía, y con pequeñísimas letras explicaba: "conjuro para convertir en chocolate cualquier tipo de lágrimas".

¡Camila estaba entusiasmada! Corrió por los alrededores buscando quien llorase, hasta encontrar una pequeña niña que lloraba desconsolada.

Nada más ver sus lágrimas, estas se convirtieron en chocolate, endulzando los labios de la niñita, que al poco dejó de llorar. Juntas pasaron un rato divertido probando las riquísimas lágrimas, y se despidieron como amigas. Algo parecido ocurrió con una mujer que había dejado caer unos platos y un viejito que no encontraba su bastón; la aparición de Camila y las lágrimas de chocolate animaron sus caras y arrancaron alguna sonrisa.

Pronto Camila se dio cuenta de que mucho más que el chocolate de aquellas lágrimas, era alegrar a personas con problemas lo que la hacía verdaderamente feliz, y sus locas búsquedas de dulces se convirtieron en simpática ayuda para quienes encontraba entregados a la tristeza. Y de aquellos dulces encuentros surgieron un montón de amigos que llenaron de sentido y alegría la vida de Camila.


Autor.. Pedro Pablo Sacristan

sábado, 7 de agosto de 2010

DOS DUENDES Y DOS DESEOS


DOS DUENDES Y DOS DESEOS

Hubo una vez, hace mucho, muchísimo tiempo, tanto que ni siquiera el existían el día y la noche, y en la tierra sólo vivían criaturas mágicas y extrañas, dos pequeños duendes que soñaban con saltar tan alto, que pudieran llegar a atrapar las nubes.

Un día, la Gran Hada de los Cielos los descubrió saltando una y otra vez, en un juego inútil y divertido a la vez, tratando de atrapar unas ligeras nubes que pasaban a gran velocidad. Tanto le divirtió aquel juego, y tanto se rio, que decidió regalar un don mágico a cada uno.

- ¿Qué es lo que más desearías en la vida? Sólo una cosa, no puedo darte más - preguntó al que parecía más inquieto.

El duende, emocionado por hablar con una de las Grandes Hadas, y ansioso por recibir su deseo, respondió al momento.

- ¡Saltar! ¡Quiero saltar por encima de las montañas! ¡Por encima de las nubes y el viento, y más allá del sol!

- ¿Seguro? - dijo el hada - ¿No quieres ninguna otra cosa?

El duendecillo, impaciente, contó los años que había pasado soñando con aquel don, y aseguró que nada podría hacerle más feliz. El Hada, convencida, sopló sobre el duende y, al instante, éste saltó tan alto que en unos momentos atravesó las nubes, luego siguió hacia el sol, y finalmente dejaron de verlo camino de las estrellas.

El Hada, entoces, se dirigió al otro duende.

- ¿Y tú?, ¿qué es lo que más quieres?

El segundo duende, de aspecto algo más tranquilo que el primero, se quedó pensativo. Se rascó la barbilla, se estiró las orejas, miró al cielo, miró al suelo, volvió a mirar al cielo, se tapó los ojos, se acercó una mano a la oreja, volvió a mirar al suelo, puso un gesto triste, y finalmente respondió:

- Quiero poder atrapar cualquier cosa, sobre todo para sujetar a mi amigo. Se va a matar del golpe cuando caiga.

En ese momento, comenzaron a oír un ruido, como un gritito en la lejanía, que se fue acercando y acercando, sonando cada vez más alto, hasta que pudieron distinguir claramente la cara horrorizada del primer duende ante lo que iba a ser el tortazo más grande de la historia. Pero el hada sopló sobre el segundo duende, y éste pudo atraparlo y salvarle la vida.

Con el corazón casi fuera del pecho y los ojos llenos de lágrimas, el primer duende lamentó haber sido tan impulsivo, y abrazó a su buen amigo, quien por haber pensado un poco antes de pedir su propio deseo, se vio obligado a malgastarlo con él. Y agradecido por su generosidad, el duende saltarín se ofreció a intercambiar los dones, guardando para sí el inútil don de atrapar duendes, y cediendo a su compañero la habilidad de saltar sobre las nubes. Pero el segundo duende, que sabía cuánto deseaba su amigo aquel don, decidió que lo compartirían por turnos. Así, sucesivamente, uno saltaría y el otro tendría que atraparlo, y ambos serían igual de felices.

El hada, conmovida por el compañerismo y la amistad de los dos duendes, regaló a cada uno los más bellos objetos que decoraban sus cielos: el sol y la luna. Desde entonces, el duende que recibió el sol salta feliz cada mañana, luciendo ante el mundo su regalo. Y cuando tras todo un día cae a tierra, su amigo evita el golpe, y se prepara para dar su salto, en el que mostrará orgulloso la luz de la luna durante toda la noche.


Autor.. Pedro Pablo Sacristan

sábado, 10 de julio de 2010

EL BURRITO DESCONTENTO


EL BURRITO DESCONTENTO

Érase que se era un día de invierno muy crudo. En el campo nevaba copiosamente, y dentro de una casa de labor, en su establo, había un Burrito que miraba a través del cristal de la ventana. Junto a él tenía el pesebre cubierto de paja seca. - Paja seca! - se decía el Burrito, despreciándola. Vaya una cosa que me pone mi amo! Ay, cuándo se acabará el invierno y llegará la primavera, para poder comer hierba fresca y jugosa de la que crece por todas partes, en prado y junto al camino! Así suspirando el Burrito de nuestro cuento, fue llegando la primavera, y con la ansiada estación creció hermosa hierba verde en gran abundancia. El Burrito se puso muy contento; pero, sin embargo, le duró muy poco tiempo esta alegría. El campesino segó la hierba y luego la cargó a lomos del Burrito y la llevó a casa. Y luego volvió y la cargó nuevamente. Y otra vez. Y otra. De manera que al Burrito ya no le agradaba la primavera, a pesar de lo alegre que era y de su hierva verde. Ay, cuándo llegará el verano, para no tener que cargar tanta hierba del prado! Vino el verano; mas no por hacer mucho calor mejoró la suerte del animal. Porque su amo le sacaba al campo y le cargaba con mieses y con todos los productos cosechados en sus huertos. El Burrito descontento sudaba la gota gorda, porque tenía que trabajar bajo los ardores del Sol. - Ay, qué ganas tengo de que llegue el otoño! Así dejaré de cargar haces de paja, y tampoco tendré que llevar sacos de trigo al molino para que allí hagan harina. Así se lamentaba el descontento, y ésta era la única esperanza que le quedaba, porque ni en primavera ni en verano había mejorado su situación.
Pasó el tiempo... Llegó el otoño. Pero, qué ocurrió? El criado sacaba del establo al Burrito cada día y le ponía la albarda. - Arre, arre! En la huerta nos están esperando muchos cestos de fruta para llevar a la bodega. El Burrito iba y venía de casa a la huerta y de la huerta a la casa, y en tanto que caminaba en silencio, reflexionaba que no había mejorado su condición con el cambio de estaciones. El Burrito se veía cargado con manzanas, con patatas, con mil suministros para la casa. Aquella tarde le habían cargado con un gran acopio de leña, y el animal, caminando hacia la casa, iba razonando a su manera: - Si nada me gustó la primavera, menos aún me agrado el verano, y el otoño tampoco me parece cosa buena, Oh, que ganas tengo de que llegue el invierno! Ya sé que entonces no tendré la jugosa hierba que con tanto afán deseaba. Pero, al menos, podré descasar cuanto me apetezca. Bienvenido sea el invierno! Tendré en el pesebre solamente paja seca, pero la comeré con el mayor contento. Y cuando por fin, llegó el invierno, el Burrito fue muy feliz. Vivía descansado en su cómodo establo, y, acordándose de las anteriores penalidades, comía con buena gana la paja que le ponían en el pesebre. Ya no tenía las ambiciones que entristecieron su vida anterior. Ahora contemplaba desde su caliente establo el caer de los copos de nieve, y al Burrito descontento (que ya no lo era) se le ocurrió este pensamiento, que todos nosotros debemos recordar siempre, y así iremos caminando satisfechos por los senderos de la vida: Contentarnos con nuestra suerte es el secreto de la felicidad.