sábado, 1 de octubre de 2011

EL GIGANTE EGOÍSTA





OSCAR WILDE


Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante.

Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

—¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

—Este jardín es mío. Es mi jardín propio —dijo el Gigante—; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

"ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA

BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES".

Era un Gigante egoísta...

Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.

—¡Qué dichosos éramos allí! —se decían unos a otros.

Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.

Los únicos que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.

—La Primavera se olvidó de este jardín —se dijeron—, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.

La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

—¡Qué lugar más agradable! —dijo—. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.

Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

—No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.

—Es un gigante demasiado egoísta—decían los frutales.

De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

—¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la ventana.

¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.

—¡Sube a mí, niñito! —decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

—¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.

Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.

Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.

—Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.

Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.

—Pero, ¿dónde está el más pequeñito? —preguntó el Gigante—, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.

—No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.

—Díganle que vuelva mañana —dijo el Gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.

—¡Cómo me gustaría volverle a ver! —repetía.

Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.

—Tengo muchas flores hermosas —se decía—, pero los niños son las flores más hermosas de todas.

Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado y miró, miró…

Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.

Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:

—¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.

—¿Pero, quién se atrevió a herirte? —gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.

—¡No! —respondió el niño—. Estas son las heridas del Amor.

—¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? —preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:

—Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

viernes, 22 de abril de 2011

EL ZAPATERO Y LOS DUENDES



Hermanos Grimm

Hace mucho tiempo, había un pobre zapatero que casi no tenía trabajo.Un día, triste y cansado, cortó el último trozo de cuero que le quedaba, pues no tenía dinero para comprar más, y se fue a dormir muy temprano.

Cuando, a la mañana siguiente, el zapatero se levantó y entró en su modesto taller, se encontró con la sorpresa más grande de su vida: sobre su mesa de trabajo había un hermoso par de zapatos, hechos con el cuero que había cortado el día anterior.

El zapatero llamó a su esposa y le preguntó si los había hecho ella, pero la mujer tampoco sabía nada.

Examinaron los zapatos con atención, y comprobaron que era el mejor trabajo que habían visto nunca: quien quiera que hubiese hecho aquellos zapatos era un auténtico artista.
Al poco rato pasó por allí un señor muy rico y distinguido y vio los zapatos desde la puerta. Entró y le dijo al zapatero:

- Buen hombre, ¿me permite ver esos zapatos, si es que están en venta?
- Por supuesto, señor -contestó el zapatero, dándole los zapatos.


El cliente los examinó con atención y dijo:

- Le felicito, son los mejores zapatos que he visto en mucho tiempo. De ahora en adelante, siempre le encargaré a usted mi calzado, y además pienso recomendarle a mis amigos.


El caballero pagó muy generosamente los zapatos, y el zapatero corrió a enseñarle las monedas a su mujer.
Luego fue a comprar cuero, hilo y todo lo que necesitaba para seguir trabajando, lleno de alegría por su buena suerte.

Gracias a las monedas que su distinguido cliente le había dado, el zapatero pudo comprar material para hacer otros dos pares de zapatos.
Esa noche cortó el cuero, preparó los hilos y se fue a dormir temprano, pues estaba agotado a causa de la emoción.

En la cama, su mujer y él estuvieron charlando largo rato, haciendo todo tipo de suposiciones sobre quién podría haber cosido tan primorosamente los zapatos la noche anterior. Pero, por más vueltas que le daban, no podían aclarar el misterio, y al fin se durmieron.

Cuál no sería la sorpresa y la alegría del zapatero cuando, a la mañana siguiente, encontró sobre su mesa dos pares de zapatos tan bonitos como los del día anterior.
Llamó a su mujer y juntos bailaron de contento, seguros de que algún misterioso protector velaba por ellos.

Los nuevos pares de zapatos se vendieron tan rápidamente como los anteriores, y el zapatero pudo comprar más material... ¡Y al día siguiente encontró cuatro pares de zapatos perfectamente acabados!

A las pocas horas los había vendido todos y compró más cuero.

La historia se repitió una y otra vez, y el zapatero cada vez tenía más clientes, pues todos los que compraban sus zapatos se los recomendaban a sus amigos y conocidos. Al cabo de unos días, había una larga cola ante la zapatería.

Un día, el zapatero le dijo a su esposa:

- Hace más de una semana que nuestro misterioso benefactor viene a trabajar para nosotros durante la noche, y me gustaría saber quién es.

- A mí también - dijo la mujer -, pero a lo mejor no quiere que lo eamos, pues de lo contrario ya se habría presentado, en vez de venir cuando estamos durmiendo.

- Por eso - dijo el zapatero -, lo tenemos que hacer es escodernos esta noche en el taller e ir turnándonos para dormir, y de esa forma lo veremos cuando venga a hacer los zapatos.

Así lo hicieron, y al dar la media noche el zapatero y su esposa vieron el más increíble de los espectáculos: unos hombrecillos diminutos, de menos de un palmo de altura, entraron en el taller y empezaron a coser los zapatos.

Iban completamente desnudos, y trabajaban con tal rapidez y habilidad que los zapatos salian de sus manitas uno tras otro como por arte de magia. Al cabo de unas horas, todos los zapatos estaban terminados, y los minúsculos hombrecillos se marcharon tan silenciosamente como habían llegado

- pobrecillos, van desnudos y deben pasar frío - dijo la mujer.

- Y además van descalzos - dijo el zapatero -, Podríamos hacerles ropa y zapatos en agradecimiento por lo que ellos han hecho.

Inmediatamente, el zapatero y su esposa se pusieron a trabajar.

Al día siguiente tenían listos un montón de zapatitos y ropitas para los duendes. Por la noche, lo pusieron todo sobre la mesa y volvieron a esconderse para ver que pasaba.

Al dar las doce, aparecieron de nuevo los hombrecillos, y al ver los diminutos vestidos y zapatos qque habían preparado para ellos, se pusieron a dar saltos de alegría. Empezaron a ponerse las ropitas, como si fuera un juego muy divertido, y cuando todos estuvieron vestidos y calzados, se marcharon alegremente por donde habían venido.

Los duendes no volvieron nunca más, pero como el zapatero ya se había hecho famoso y le sobraba el trabajo, él y su mujer vivieron felices el resto de sus días

sábado, 19 de marzo de 2011

EL GIGANTE EGOÍSTA



Oscar Wilde

Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:
Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.

Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.

Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.

-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año

La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó.

Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas.

-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.

Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará!

Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

-Es demasiado egoísta- se dijo.

Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.

Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.

-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?

Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.

Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.

-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.

-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.

Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.

Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín.

Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno.

Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.

Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.

-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.

Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.

-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó.

El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.

-No sabemos contestaron los niños- se ha marchado.

-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.

Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.

-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.

Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.

Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.

De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.

El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:

- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.

-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.

-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.

-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.

FIN

sábado, 26 de febrero de 2011

LOS CISNES SALVAJES

LOS CISNES SALVAJES

Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe.

Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio.

"Ella me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre", pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes.

La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.

-¡Fuera de aquí! -gritó-.

No los quiero volver a ver nunca más.

Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza.

La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.

-Olvídate de esos ingratos -dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.

Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.

-Ven, preciosa -le dijo-. Debes prepararte para saludar a tu padre.

Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:

-Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea.

Luego puso los sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina.

Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmarañó el cabello.

Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.

-¡Esta no es mi hija! -exclamó el rey.

-¡Padre, soy yo, Elisa! -replicó la muchacha.

-Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero -dijo la bruja.

-¡Llévensela! -ordenó el rey.

Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello.

En ese momento, una vieja mujer se le acercó.

-¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? -preguntó Elisa, esperanzada.

-No, mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza -respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.

Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.
Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.

Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.

-¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! -gritó, mientras corría a abrazarlos.

Todos se reunieron en torno a ella, felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo.

¡Fue un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó que a ella la había echado del castillo.

-De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos -explicó Antonio, el mayor de los hermanos.

-Encontraré la manera de romper el hechizo -les aseguró Elisa.

Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.

-Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir -susurró el hada-. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.

-Eso no importa -respondió Elisa en sus sueños-. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!

Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido.

En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.

-¿Qué haces? -preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.

Sebastián no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra.

Los hermanos observaron durante un rato. El asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos.
Al otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.

"Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble", pensó. "Allá no me verán."

Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.

-¿Tú quien eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.

-Quietos -dijo una voz. Era un joven rey.

-¿Cómo te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.

-Ella vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.

De regreso en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey.

Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo.

-Amo a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella.

-Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño.

Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.

Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las camisas de sus hermanos.

El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:

-Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el arzobispo.

El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.

-No lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes hacer.

Elisa fue acusada de brujería.

-Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.

Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:

-¡Quemen a la bruja!

De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa.

Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes.

Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.

-¡Sálvenme! -gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!

Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio.

El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio -dijo el rey.

La multitud gritaba alborozada:

-¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.

-¡Tu brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando.

-No llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.

FIN

sábado, 15 de enero de 2011

LA LECHERA


Iba alegre la lechera camino del mercado. Con paso vivo, sencilla y graciosa, sostenía sobre su cabeza un cántaro lleno de leche. Ese día se sentía realmente feliz y a medida que se iba acercando al pueblo, su dicha aumentaba.¿Por qué? Porque la gentil lechera caminaba acompañada por sus pensamientos y con la imaginación veía muchas cosas hermosas para el futuro.

Pensaba. Ahora llegaré al mercado y encontraré en seguida comprador para esta riquísima leche. Sin duda, han de pagármela a buen precio, que bien lo vale.

En cuanto consiga el dinero, allí mismo compraré un canasto de huevos. Lo llevaré a mi cabaña y de ese montón de huevos, lograré sacar , ya hacia el verano, cien pollos por lo menos. ¡Ah, que feliz me siento de pensarlo solamente! Me rodearán esos cien pollos piando y piando y no dejaré que se le acerque zorra ni comadreja enemiga.

Una vez que tenga mis cien pollos, volveré al mercado. Y entonces, entonces...los venderé para comprar un cerdo.

Sí, un cerdo, no muy grande, un lechoncito rosado. ¡Ya me encargaré yo de cebarlo! Crecerá y se pondrá gordo, porque estará bien alimentado con bellotas y castañas. Será un cerdo enorme, con una barriga que ha de arrastrarse por el suelo. Yo lo conseguiré."

Siguió la lechera su camino, sonriendo ante la idea de ser dueña de tan robusto animal. ¿Que haría? Lo pensó un instante. Y otra vez una sonrisa de felicidad iluminó su linda carita.

Claro está. Ya se lo que me conviene. Ese cerdo magnífico bien valdrá un buen dinero. ¡Con él me compraré una vaca! ¡Una vaca y ...un ternero! ¡Ah, que gusto ver al ternerito saltar y correr en mi cabaña!

Ya se imaginó la lechera correteando junto al ternerito. Y al pensarlo, río alegremente a tiempo que daba un salto.¡Hay cuanta desdicha siguió a su alegría! Al dar el salto , cayó de su cabeza el el cántaro que se rompió en mil pedazos.

La pobre lechera miró desolada cómo la tierra tragaba el blanco líquido. Ya no había leche, ni habría pollos, ni cerdo, ni vaca, ni ternero. Todas sus ilusiones se habían perdido para siempre, junto con el cántaro roto y la leche derramada en el camino.

Samaniego