viernes, 4 de septiembre de 2009

CUENTOS - LOS TRES CERDITOS

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LOS TRES CERDITOS

En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar.

El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él.

El mayor trabajaba en su casa de ladrillo.
- Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.

El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó.

El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron pitando de allí.

Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor.

Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó.

Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.

FIN

CUENTOS - PULGARCITO

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PULGARCITO

Había una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, y su esposa hilaba sentada junto a él, a la vez que lamentaban el hallarse en un hogar sin niños.
Qué triste es que no tengamos hijos! —dijo él—. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares todo es alegría y bullicio de criaturas.
Es verdad! —contestó la mujer suspirando—.Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuera muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo amaríamos con todo el corazón.
Y ocurrió que el deseo se cumplió.
Resultó que al poco tiempo la mujer se sintió enferma y, después de siete meses, trajo al mundo un niño bien proporcionado en todo, pero no más grande que un dedo pulgar.
Es tal como lo habíamos deseado —dijo—. Va a ser nuestro querido hijo, nuestro pequeño.
Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaban la comida, pero el niño no crecía y se quedó tal como era cuando nació. Sin embargo, tenía ojos muy vivos y pronto dio muestras de ser muy inteligente, logrando todo lo que se proponía.
Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña.
Ojalá tuviera a alguien para conducir la carreta —dijo en voz baja.
Oh, padre! —exclamó Pulgarcito— ¡yo me haré cargo! ¡Cuenta conmigo! La carreta llegará a tiempo al bosque.
El hombre se echó a reír y dijo:
¿Cómo podría ser eso? Eres muy pequeño para conducir el caballo con las riendas.
Eso no importa, padre! Tan pronto como mi madre lo enganche, yo me pondré en la oreja del caballo y le gritaré por dónde debe ir.
¡Está bien! —contestó el padre, probaremos una vez.

Cuando llegó la hora, la madre enganchó la carreta y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde debía ir, tan pronto con “¡Hejjj!”, como un “¡Arre!”. Todo fue tan bien como con un conductor y la carreta fue derecho hasta el bosque. Sucedió que, justo en el momento que rodeaba un matorral y que el pequeño iba gritando “¡Arre! ¡Arre!” , dos extraños pasaban por ahí.
Cómo es eso! —dijo uno— ¿Qué es lo que pasa? La carreta rueda, alguien conduce el caballo y sin embargo no se ve a nadie.
Todo es muy extraño —asintió el otro—. Seguiremos la carreta para ver en dónde se para.
La carreta se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio sonde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito divisó a su padre, le gritó:
Ya ves, padre, ya llegué con la carreta. Ahora, bájame del caballo.
El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo, quien feliz se sentó sobre una brizna de hierba. Cuando los dos extraños divisaron a Pulgarcito quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Uno y otro se escondieron y se dijeron entre ellos:
Oye, ese pequeño valiente bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad a cambio de dinero. Debemos comprarlo.
Se dirigieron al campesino y le dijeron:
Véndenos ese hombrecito; estará muy bien con nosotros.
No —respondió el padre— es mi hijo querido y no lo vendería por todo el oro del mundo.
Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito se trepó por los pliegues de las ropas de su padre, se colocó sobre su hombro y le dijo al oído:
Padre, véndeme; sabré cómo regresar a casa.
Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.
¿En dónde quieres sentarte? —le preguntaron.
Ah!, pónganme sobre el ala de su sombrero; ahí podré pasearme a lo largo y a lo ancho, disfrutando del paisaje y no me caeré.
Cumplieron su deseo, y cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:
Bájenme al suelo, tengo necesidad.
No, quédate ahí arriba —le contestó el que lo llevaba en su cabeza—. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima.
No —respondió Pulgarcito—, sé lo que les conviene. Bájenme rápido.
El hombre tomó de su sombrero a Pulgarcito y lo posó en un campo al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, enfiló hacia un agujero de ratón que había localizado.
Buenas noches, señores, sigan sin mí! —les gritó en tono burlón.
Acudieron prontamente y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se introducía cada vez más profundo y como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con la bolsa vacía. Cuando Pulgarcito se dio cuenta de que se habían marchado, salió de su escondite.
“Es peligroso atravesar estos campos de noche, cuando más peligros acechan”, pensó, “se puede uno fácilmente caer o lastimar”.
Felizmente, encontró una concha vacía de caracol.
¡Gracias a Dios! —exclamó—, ahí dentro podré pasar la noche con tranquilidad; y ahí se introdujo. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres, uno de ellos decía:
¿Cómo haremos para robarle al cura adinerado todo su oro y su dinero?
Yo bien podría decírtelo! —se puso a gritar Pulgarcito.
¿Qué es esto? —dijo uno de los espantados ladrones, he oído hablar a alguien.
Pararon para escuchar y Pulgarcito insistió:
Llévenme con ustedes, yo los ayudaré.
¿En dónde estás?
Busquen aquí, en el piso; fíjense de dónde viene la voz —contestó.
Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron.
A ver, pequeño valiente, ¿cómo pretendes ayudarnos?
Eh!, yo me deslizaré entre los barrotes de la ventana de la habitación del cura y les iré pasando todo cuanto quieran.
Está bien! Veremos qué sabes hacer.
Cuando llegaron a la casa, Pulgarcito se deslizó en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas.
¿Quieren todo lo que hay aquí?
Los ladrones se estremecieron y le dijeron:
Baja la voz para no despertar a nadie.
Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:
¿Qué quieren? ¿Les hace falta todo lo que aquí?
La cocinera, quien dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se irguió en su cama y escuchó, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose:
Ese hombrecito quiere burlarse de nosotros.
Regresaron y le cuchichearon:
Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.
Entonces, Pulgarcito se puso a gritar con todas sus fuerzas:
Sí, quiero darles todo: introduzcan sus manos.
La cocinera, que ahora sí oyó perfectamente, saltó de su cama y se acercó ruidosamente a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si llevasen el diablo tras de sí, y la criada, que no distinguía nada, fue a encender una vela. Cuando volvió, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el granero. La sirvienta, después de haber inspeccionado en todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado con ojos y orejas abiertos. Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugarcito para dormir. Quería descansar ahí hasta que amaneciera y después volver con sus padres, pero aún le faltaba ver otras cosas, antes de poder estar feliz en su hogar.
Como de costumbre, la criada se levantó al despuntar el día para darles de comer a los animales. Fue primero al granero, y de ahí tomó una brazada de paja, justamente de la pila en donde Pulgarcito estaba dormido. Dormía tan profundamente que no se dio cuenta de nada y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que había tragado la paja.
Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo pude caer en este molino triturador?
Pronto comprendió en dónde se encontraba. Tuvo buen cuidado de no aventurarse entre los dientes, que lo hubieran aplastado; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.
He aquí una pequeña habitación a la que se omitió ponerle ventanas —se dijo—Y no entra el sol y tampoco es fácil procurarse una luz.
Esta morada no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta y que el espacio iba reduciéndose más y más. Entonces, angustiado, decidió gritar con todas sus fuerzas:
Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja!
La criada estaba ordeñando a la vaca y cuando oyó hablar sin ver a nadie, reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche, y se sobresaltó tanto que resbaló de su taburete y derramó toda la leche.
Corrió a toda prisa donde se encontraba el amo y él gritó:
Ay, Dios mío! ¡Señor cura, la vaca ha hablado!
Está loca! —respondió el cura, quien se dirigió al establo a ver de qué se trataba.
Apenas cruzó el umbral cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo:
Ya no me enviéis más paja! ¡Ya no me enviéis más paja!
Ante esto, el mismo cura tuvo miedo, suponiendo que era obra del diablo y ordenó que se matara a la vaca. Entonces se sacrificó a la vaca; solamente el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estercolero. Pulgarcito intentó por todos los medios salir de ahí, pero en el instante en que empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia.
Un lobo hambriento, que acertó a pasar por ahí, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió ánimo. “Quizá encuentre un medio de ponerme de acuerdo con el lobo”, pensaba. Y, desde el fondo de su panza, su puso a gritarle:
Querido lobo, yo sé de un festín que te vendría mucho mejor!
¿Dónde hay que ir a buscarlo? —contestó el lobo.
En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y ahí encontrarás pastel, tocino, salchichas, tanto como tú desees comer.
Y le describió minuciosamente la casa de sus padres.
El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, disfrutó todo con enorme placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no podía usar el mismo camino. Pulgarcito, que ya contaba con que eso pasaría, comenzó a hacer un enorme escándalo dentro del vientre del lobo.
Te quieres estar quieto! —le dijo el lobo—. Vas a despertar a todo el mundo.
Tanto peor para ti! —contestó el pequeño—. ¿No has disfrutado ya? Yo también quiero divertirme.
Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. A fuerza de gritar, despertó a su padre y a su madre, quienes corrieron hacia la habitación y miraron por las rendijas de la puerta. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz.
Quédate detrás de mí —dijo el hombre cuando entraron en el cuarto—. Cuando le haya dado un golpe, si acaso no ha muerto, le pegarás con la hoz y le desgarrarás el cuerpo.
Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:
Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!
Al fin! —dijo el padre—.¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!
Le indicó a su mujer que soltara la hoz, por temor a lastimar a Pulgarcito. Entonces, se adelantó y le dio al lobo un golpe tan violento en la cabeza que éste cayó muerto. Después fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron el vientre y sacaron al pequeño.
Qué suerte! —dijo el padre—. ¡Qué preocupados estábamos por ti!
Si, padre, he vivido mil desventuras. ¡Por fin, puedo respirar el aire libre!
Pues, ¿dónde te metiste?
Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el vientre de una vaca y dentro de la panza de un lobo. Ahora, me quedaré a vuestro lado.
Y nosotros no te volveríamos a vender, aunque nos diesen todos los tesoros del mundo.
Abrazaron y besaron con mucha ternura a su querido Pulgarcito, le sirvieron de comer y de beber, y lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba mostraban los rastros de las peripecias de su accidentado viaje.


FIN

CUENTOS - LAS HABICHUELAS MAGICAS

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LAS HABICHUELAS MAGICAS

Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca. Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.

Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.

La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar como el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.

En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiendo el talego de oro, echo a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío.

Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vio Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sola, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco

Apenas le vio así Periquín, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar: -Eh, señor amo, despierte usted, que me roban! Despertose sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -Señor amo, que me roban! Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Periquín. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él.

No había tiempo que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida: -Madre, tráigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante! Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.


FIN

CUENTOS- EL LOBO QUE CREE QUE LA LUNA ES UN QUESO

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EL LOBO QUE CREE QUE LA LUNA ES UN QUESO

Andaba el lobo muy hambriento y ya no sabía que hacer para coger algún animal y comérselo. Y por ahí se encontró con la mujer del zorro y le dice:
- Oiga usted, señora mujer del zorro, que me la voy a comer.
Y la mujer del zorro le dijo:
- Pero mire usted, que estoy muy flaca. No soy más que huesos y pellejos.
- No, que usted estaba muy gordita el pasado año.
- El año pasado sí que estaba gordita, pero ahora tengo que darles de mamar a mis cuatro zorritos y apenas encuentro bastante para crear leche para ellos.
- ¡Que no me importa!, le dijo el lobo.
E iba a darle la primera mordida, cuando la mujer del zorro le dijo:
- Deténgase usted, por dios, señor lobo. Mire que yo se donde vive un señor que tiene un pozo lleno de quesos.
Y se fueron la mujer del zorro y el lobo a buscar los quesos. Y llegaron a una casa y pasaron unas tapias y llegaron ante el pozo, y la Luna se reflejaba en el agua y parecía un queso. Y se asomó la mujer del zorro y volvió y le dijo al lobo:
- ¡Ahí amigo lobo, que el queso es engrande! Mire asómese usted.
Y se asomó el lobo y vio la Luna y creyó que era un queso grande. Pero el lobo sospechoso, le dijo a la mujer del zorro:
- Pues bueno, amiga mujer del zorro, entre usted por el queso. Y la mujer del zorro se metió en uno de los cubos y entró por el queso. Y desde abajo le gritaba al lobo:
- ¡Ay, amigo lobo! ¡Que grande está el queso! ¡No puedo con él! Venga usted a ayudarme a subirle.
- Pero no puedo yo entrar -le decía el lobo-. ¿Cómo voy yo a entrar? Súbalo usted sola.
- Y la mujer del zorro le dijo:
- Pero no sea usted torpe. métase usted en el otro cubo y verá como así entra fácilmente.
Y se metió el lobo en el otro cubo y, como pesaba más, se deslizó para abajo y la mujer del zorro subió para arriba. Y ahí se quedó el lobo buscando el queso, y la mujer del zorro se fue muy contenta a ver a sus zorritos.

CUENTOS -LA RATITA PRESUMIDA

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LA RATITA PRESUMIDA


Hubo una vez una ratita muy hacendosa que barriendo el portal de su casa encontró una moneda en la escalera. - ¿Qué haré con ella? – Se preguntaba. – Compraré una bonita tela para hacerme un vestido, ¿O quizá un sombrero? Ya sé me compraré cintas de seda y luciré bonitos lazos.

Compró cintas de muchos colores, y delante del espejo se las probaba:
- ¿Dónde me pondré los lazos? Llevaré uno en el rabito, que queda muy distinguido. Colocaré más en las coletas, para que digan que soy coqueta, y también usaré lazos en los zapatos: parecerán muy caros.

Así adornada se sentó en la puerta de su casa, por donde no tardó en pasar un pato:
- Ratita, ratita – le dijo – estás preciosa: ¿Quieres ser mi esposa?
- ¿Y por la noche qué harás? – Preguntó ella.
- ¡Cua, cua, cua! – dijo el pato.
- ¡Ay! ¡Me espantan tus graznidos! ¡No te quiero por marido!

Más tarde pasó un cerdo muy elegante, que al ver a la ratita preguntó:
- Ratita hacendosa, ¿Quieres ser mi esposa?
- ¿Y por la noche qué harás?
- ¡Oink, oink, oink! – gruñó el cerdo.
- ¡No! ¡No podría dormir con tal ruido! ¡No te quiero por marido!

Un noble perro pasó por allí y viendo a la ratita le propuso:
- Ratita, ratita hermosa, ¿Quieres ser mi esposa?
- ¿Y por la noche qué harás?
- ¡Guau, guau, guau! – ladró el perro.
- ¡No! ¡No quiero escuchar tus ladridos! ¡No te quiero por marido!

Igual respuesta recibieron todos los pretendientes que lo intentaron: el gallo, el asno, el carnero, el grillo... todos quedaron enamorados de la ratita, todos intentaron pedirla en matrimonio, y todos fueron rechazados por la ratita presumida y regresaron a sus casas con gran pena.

Al final apareció un gato, que al ver a la ratita le preguntó:
- Ratita, rata primorosa ¿Quieres ser mi esposa?
- ¿Y por las noches qué harás?
- Por la noche, dormir y callar.
- Tu si me gustas, ¡contigo me he de casar!

Se celebró la boda y volvieron a casa, marido y mujer. Mas cuando la ratita se disponía a preparar la cena ¡Oh, cielos! ¡Que la cena del gato era ella! Gritó y gritó y acudieron el pato, el cerdo, el perro, el gallo, el asno, el carnero y el grillo, que la salvaron del terrible desenlace, y esta es la moraleja:
“La manzana más hermosa, esconde el gusano peor”


FIN

CUENTOS- LA CENICIENTA

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LA CENICIENTA

Érase una vez un gentil hombre que se casó en segundas nupcias con una mujer tan altanera y orgullosa como nadie ha visto jamás. Esta tenía dos hijas que habían heredado su carácter y que se le parecían en todas las cosas. Por su parte, el marido aportó al nuevo matrimonio una hija, más de una dulzura y de una bondad ejemplares pues ella se parecía en todo a su madre que había sido la mejor mujer del mundo.
Apenas se hubo casado, la madrastra sacó todo su mal carácter; no podía sufrir las buenas cualidades de su hijastra que convertían a sus propias hijas en más odiosas todavía., y la cargó con los trabajos caseros más pesados y desagradables; haciéndole fregar la vajilla y limpiar su habitación y la de sus hijas. La pobre niña dormía en la torre de un granero, sobre la paja, mientras que sus hermanastras lo hacían en unas alcobas con parquet, en donde sus camas eran a la moda y había grandes espejos de cuerpo entero en donde verse reflejadas.
La pobre niña lo sufría todo con paciencia y no osaba quejarse a su padre que la habría regañado porque aquella esposa le dominaba por entero.
Cuando la jovencita había realizado todas sus tareas, se iba a un rincón de la chimenea sentándose sobre las cenizas, lo cual hacía que la denominasen comúnmente con el mote de Carbonilla. La hermanastra pequeña, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta, pero Cenicienta, con sus ropas viejas no dejaba de ser cien veces más bella que sus hermanastras, a pesar de que ambas vestían con magnificencia.
Y sucedió que el hijo del rey dio un baile e invitó a todas las personas de calidad, siendo nuestras dos señoritas también invitadas, pues ellas pertenecían a las familias importantes del país, por tanto, helas aquí satisfechas y muy ocupadas en escoger los vestidos y los peinados que pudieran irles mejor, lo que causó nuevas penas a Cenicienta ya que era ella quien repasaba las ropas de sus hermanastras, quien almidonaba sus puños y las oía hablar de la forma en que iban a engalanarse.
-Yo –decía la mayor-, me pondré mi traje de terciopelo rojo y mi aderezo de Inglaterra.
-Yo –decía la pequeña-, me pondré mi falda de cada día, acompañada por mi mantón de flores de oro y mi diadema de diamantes, que no deja a nadie indiferente.
Como era preciso buscar a una buena peluquera para peinarlas como correspondía a su rango eso hicieron pero también llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión ya que tenía muy buen gusto.
Cenicienta les aconsejó lo mejor que supo e incluso se ofreció ella misma a retocarles el peinado, lo que las hermanastras aceptaron, pues era lo que ellas esperaban y con tal fin la habían hecho llamar.
Mientras las peinaba, ellas le decían:
-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
-¡Ay, señoritas, todos se burlarían de mí, y esto no es lo que me hace falta!
-Tienes razón, ¡la gente se reiría mucho viendo a una sucia Carbonilla ir al baile!
Otra que no fuera Cenicienta las habría peinado mal, pero ella era buena y las peinó perfectamente bien.
Las hermanastras estuvieron cerca de dos días sin comer ya que deseaban lucir una buena figura. Mas a pesar de eso, se rompieron más de doce lazadas a fuerza de tirar para convertirles el talle en más breve, y ellas estaban siempre delante del espejo contemplándose.
En fin, que el feliz día llegó y las hermanastras marcharon. Cenicienta las siguió con los ojos durante mucho tiempo, hasta que ya dejó de verlas y entonces, se puso a sollozar.
Su hada madrina, sorprendiéndola toda llorosa, le preguntó que le pasaba.
-¡Yo querría, yo querría... !
Cenicienta sollozaba tan fuerte que no pudo acabar. Su madrina, inquirió:
-Tú querrías ir al baile, ¿no es verdad?.
-¡Ay, sí! –dijo Cenicienta suspirando.
-Bien, si eres una buena chica –respondió el hada-, yo te haré ir.
Ella la llevó a su habitación, y le dijo.
-Ve al jardín y tráeme una calabaza.
Cenicienta fue a escoger la más hermosa que pudo encontrar, y la llevó a su madrina, no pudiendo adivinar como esa calabaza podría hacerla ir al baile.. Su madrina revisó la calabaza para que no tuviese algún defecto, y entonces la tocó con su varita y la calabaza se transformó en una bella carroza dorada.
Enseguida ella se fue a mirar en la ratonera, donde encontró seis ratones vivos, y le dijo a Cenicienta que levantase la trampilla y a cada ratón que salía, le daba un golpe de varita y el roedor se transformaba en un hermoso caballo, así hasta que tuvo una caballería completa, de un bello color gris-ratón; como allí faltaba el cochero, dijo Cenicienta:
-Voy a ver, si alguna rata ha caído en la trampa, y tendremos el cochero.
-Tienes razón –replicó su madrina-, ves a verlo.
Cenicienta le llevó la trampa donde había tres gruesas ratas. El hada eligió una de entre las tres, la que parecía el jefe, y tocándola, la convirtió en un gordo cochero, que lucía uno de los más hermosos mostachos que jamás se han visto. Enseguida añadió:
-Ve al jardín y encontrarás a seis lagartos detrás de la regadera, tráemelos.
Apenas Cenicienta se los hubo llevado, el hada madrina los cambió por seis lacayos, que se subieron detrás de la carroza con sus libreas llenas de galones, y que iban muy erguidos, como si no hubieran hecho otra cosa en su vida. El hada le dijo entonces a Cenicienta:
-Pues bien, he aquí con que ir al baile, ¿no estás contenta?
–Sí, pero, ¿es qué yo voy a ir con estos harapos?
Su madrina no hizo sino que tocar con la varita mágica las pobres ropas, y en ese mismo momento se transformaron en un traje de tejido de oro y de plata todo recamado de pedrería, también el hada le dio un par de zapatitos de cristal, los más hermosos del mundo.
Cuando Cenicienta se halló compuesta para el baile, montó en la carroza, pero su madrina le recomendó sobre todo de no irse después de medianoche, advirtiéndole que de permanecer en el baile un momento más, su carroza se convertiría en calabaza, sus caballos en ratones, sus lacayos en lagartos y que sus ropas andrajosas recobrarían el aspecto habitual.
Ella prometió a su madrina que partiría sin falta del baile antes de medianoche, marchando luego llena de felicidad.
El hijo del rey, a quien se le dijo que acababa de llegar una princesa que nadie conocía, corrió a recibirla, le dio la mano ayudándola a descender de la carroza, y la condujo al gran salón, se hizo entonces un repentino silencio, se paró de danzar y los violines enmudecieron, tan atentos estaban todos contemplando la belleza de aquella desconocida..
Se escuchaba un rumor confuso:
-¡Oh, que hermosa es!.
El rey mismo, a pesar de ser muy viejo, no dejaba de mirarla y de decirle a la reina en voz baja, que hacía tiempo que no había visto a nadie tan bella como a aquella linda dama. Las otras estaban atentas contemplando su peinado y sus ropas, para tener desde la mañana siguiente otros iguales caso que se encontrasen telas tan maravillosas y costureras tan hábiles.
El hijo del rey la situó en lugar de honor, y enseguida la invitó a danzar y ella bailó con tanta gracia que se la admiró todavía más.
Los criados dispusieron un refrigerio para los invitados pero el joven príncipe no comió nada, de tan embelesado que se hallaba contemplando a la desconocida.
Cenicienta fue a sentarse cerca de sus hermanastras y les hizo muchos cumplidos compartiendo con ambas las naranjas y los limones que el príncipe le había dado, lo cual impresionó a las hermanastras pues ellas no creían conocer a la hermosa dama
Estaban charlando, cuando Cenicienta oyó sonar las once y tres cuartos de hora, entonces hizo una gran reverencia a todos y se marchó lo más deprisa que pudo.
En cuanto llegó a casa, fue a buscar a su madrina y después de haberle dado las gracias, le dijo que desearía ir al baile a la noche siguiente porque el hijo del rey se lo había rogado. Cuando ella estaba ocupada en contarle a su madrina todo lo sucedido, las hermanastras llamaron a la puerta y Cenicienta fue a abrirles:
-Cuanto habéis tardado en venir!- les dijo mientras se frotaba los párpados y se desperezaba como si acabase de despertarse; aunque la verdad es que no tenía nada de sueño.
-Si hubieses venido al baile –le dijo una de sus hermanastras-, no te habrías aburrido pues ha aparecido una bella princesa, la más bella que nadie haya visto jamás, y ha sido muy amable y atenta con nosotras y nos ha dado naranjas y limones.
Cenicienta estaba contentísima y les preguntó el nombre de la princesa, mas le respondieron que no la conocían, que el hijo del rey tampoco y que él daría todas las cosas de este mundo para saber quien era ella. Cenicienta sonrió e interrogó.
-¿Ella era entonces tan hermosa? ¡Dios mío, si que tenéis suerte!, ¿no podría yo verla? Señorita Javotte, prestadme vuestro traje amarillo ese que os ponéis todos los días..
–¡Verdaderamente-dijo la señorita Javotte-, en eso estoy pensando!... ¡Si prestase mi vestido a una sucia Carbonilla como tú, estaría yo loca!
Cenicienta esperaba este rechazo, y se quedó muy satisfecha con la respuesta, porque hubiera sido un gran problema si su hermanastra le hubiera querido prestar el traje.
A la noche siguiente las dos hermanastras fueron al baile, y Cenicienta también, pero todavía mucho mejor engalanada que la primera vez.
El hijo del rey bailó con ella toda la noche y no cesó de decirle ternezas hasta el punto que la distrajo tanto que olvidó aquello que su madrina le había recomendado, de suerte que oyó sonar la primera campanada de medianoche, cuando no creía aún que fueran las once. Cenicienta huyó entonces con la ligereza de una cierva.
El príncipe la siguió, mas no la pudo atrapar, y ella, en la precipitación de la huída, dejó caer uno de sus zapatitos de cristal que el príncipe recogió con sumo cuidado.
Cenicienta llegó a su casa muy sofocada, sin carroza, sin lacayos, y con sus harapos, pues nada le quedaba de tanto esplendor más que el otro zapato de cristal, pareja del que había dejado caer..
Se preguntó a los guardias de la puerta de palacio si ellos habían visto salir a una princesa y dijeron que no habían visto salir a nadie como no fuera a una muchacha muy mal vestida que tenía más el aspecto de una campesina que no de una señorita.
Cuando sus dos hermanastras volvieron del baile, Cenicienta les preguntó si se divirtieron y si la bella dama había aparecido.
Ellas le dijeron que si, pero que había huido cuando llegó la medianoche, perdiendo uno de sus preciosos zapatitos de cristal, que el hijo del rey había recogido, y que éste no había hecho otra cosa sino mirarla durante todo el baile y que seguramente estaba enamorado de la hermosa a quien pertenecía ese zapatito.
Las hermanastras no mintieron, ya que pocos días después, el hijo del rey hizo publicar a son de trompetas que se casaría con aquella cuyo pie se ajustase al zapato de cristal.
Y comenzóse a probarlo a las princesas, siguiendo las duquesas, y a todas las damas de la corte, mas inútilmente.
Por fin la prueba llegó a la casa de las hermanastras, que hicieron todo lo posible para hacer entrar su pie dentro del zapatito, pero no pudieron lograrlo. Cenicienta que las miraba, y que reconoció su zapato, dijo sonriendo:
-¡Creo que yo puedo calzármelo!
Sus hermanastras se pusieron a reír y se burlaron de ella. El gentilhombre que efectuaba la prueba, habiendo contemplado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy hermosa, dijo que era lo justo, y que él tenía la orden de probársela a todas las muchachas del reino, e hizo sentar a Cenicienta y acercando el zapato a su pie se vio que entraba perfectamente y que le iba como un guante.
La sorpresa de las hermanastras fue grande, pero más grande fue todavía cuando Cenicienta sacó de su bolsillo el otro zapatito que se calzó. En ese preciso instante hizo su aparición el hada madrina, quien, dando un toque de varita mágica sobre los harapos de Cenicienta, los convirtió en un traje mucho más deslumbrante que todos los anteriores
Entonces las hermanastras la reconocieron como la bella dama que vieran en el baile y se tiraron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos de los que la habían hecho víctima. Cenicienta las levantó y les dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y que ella les pedía que a partir de ahora fueran buenas amigas.
Se condujo a Cenicienta al palacio del joven príncipe y él la encontró todavía más hermosa que nunca, casándose con ella pocos días después.
Cenicienta, que era tan bondadosa como bella, había hecho alojar a sus hermanastras en palacio y les hizo contraer matrimonio, el mismo día, con dos grandes señores de la corte.

Charles Perrault

CUENTOS- BLANCANIEVES

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BLANCANIEVES
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Blancanieves En un país muy lejano vivía una bella princesita llamada Blancanieves, que tenía una madrastra, la reina, muy vanidosa.
La madrastra preguntaba a su espejo mágico y éste respondía:
- Tú eres, oh reina, la más hermosa de todas las mujeres.
Y fueron pasando los años. Un día la reina preguntó como siempre a su espejo mágico: La madrastra
- ¿Quién es la más bella?
Pero esta vez el espejo contestó:
- La más bella es Blancanieves.
Entonces la reina, llena de ira y de envidia, ordenó a un cazador:
- Llévate a Blancanieves al bosque, mátala y como prueba de haber realizado mi encargo, tráeme en este cofre su corazón.
Pero cuando llegaron al bosque el cazador sintió lástima de la inocente joven y dejó que huyera, sustituyendo su corazón por el de un jabalí. Una preciosa casita
Blancanieves, al verse sola, sintió miedo y lloró. Llorando y andando pasó la noche, hasta que, al amanecer llegó a un claro en el bosque y descubrió allí una preciosa casita.
Entró sin dudarlo. Los muebles eran pequeñísimos y, sobre la mesa, había siete platitos y siete cubiertos diminutos. Subió a la alcoba, que estaba ocupada por siete camitas. La pobre Blancanieves, agotada tras caminar toda la noche por el bosque, juntó todas las camitas y al momento se quedó dormida.
Por la tarde llegaron los dueños de la casa: siete enanitos que trabajaban en unas minas y se admiraron al descubrir a Blancanieves.
Entonces ella les contó su triste historia. Los enanitos suplicaron a la niña que se quedase con ellos y Blancanieves aceptó, se quedó a vivir con ellos y todos estaban felices.
Los enanitos
Mientras tanto, en el palacio, la reina volvió a preguntar al espejo:
- ¿Quién es ahora la más bella?
- Sigue siendo Blancanieves, que ahora vive en el bosque en la casa de los enanitos...
Furiosa y vengativa como era, la cruel madrastra se disfrazó de inocente viejecita y partió hacia la casita del bosque.
Blancanieves estaba sola, pues los enanitos estaban trabajando en la mina. La malvada reina ofreció a la niña una manzana envenenada y cuando Blancanieves dio el primer bocado, cayó desmayada.
Al volver, ya de noche, los enanitos a la casa, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, pálida y quieta, creyeron que había muerto y le construyeron una urna de cristal para que todos los animalitos del bosque pudieran despedirse de ella.
Un príncipe En ese momento apareció un príncipe a lomos de un brioso corcel y nada más contemplar a Blancanieves quedó prendado de ella. Quiso despedirse besándola y de repente, Blancanieves volvió a la vida, pues el beso de amor que le había dado el príncipe rompió el hechizo de la malvada reina.
Blancanieves se casó con el príncipe y expulsaron a la cruel reina y desde entonces todos vivieron felices.
Jacob y Wilhelm Grimm

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CUENTOS- EL PRINCIPE Y EL MENDIGO

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EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO

Erase un príncipito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él.
-¡Si que es casualidad! -dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua.
-Es cierto -reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú.
Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.
-Eres exacto a mi -repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo.
Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable jornal.
Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres.
Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla.
-Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así?
Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo. El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.
Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas. Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de pan.
-Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre.
El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban tres rayitas rojas.
-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general.
Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciño la corona en las sienes de su autentico dueño.
El príncipe había sufrido demasiado y sabia perdonar. El usurpador no recibió mas castigo que el de trabajar a diario.
Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad el respondía:
Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey.

Fin

CUENTOS - LAS TRES HIJAS DEL REY

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Las Tres hijas del Rey



Erase un poderoso rey que tenía tres hermosas hijas, de las que estaba orgulloso, pero ninguna podía competir en encanto con la menor, a la que él amaba más que a ninguna.
Las tres estaban prometidas con otros tantos príncipes y eran felices.
Un día, sintiendo que las fuerzas le faltaban, el monarca convocó a toda la corte, sus hijas y sus prometidos.
-Os he reunido porque me siento viejo y quisiera abdicar. He pensado dividir mi reino en tres partes, una para cada princesa. Yo viviré una temporada en casa de cada una de mis hijas, conservando a mi lado cien caballeros. Eso sí, no dividiré mi reino en tres partes iguales sino proporcionales al cariño que mis hijas sientan por mí.
Se hizo un gran silencio. El rey preguntó a la mayor:
¿Cuánto me quieres, hija mía?
-Más que a mi propia vida, padre. Ven a vivir conmigo y yo te cuidaré.
-Yo te quiero más que a nadie del mundo -dijo la segunda.
La tercera, tímidamente y sin levantar los ojos del suelo, murmuró:
-Te quiero como un hijo debe querer a un padre y te necesito como los alimentos necesitan la sal.
El rey montó en cólera, porque estaba decepcionado.
- Sólo eso? Pues bien, dividiré mi reino entre tus dos hermanas y tú no recibirás nada.
En aquel mismo instante, el prometido de la menor de las princesas salió en silencio del salón para no volver; sin duda pensó que no le convenía novia tan pobre.
Las dos princesas mayores afearon a la menor su conducta.
-Yo no sé expresarme bien, pero amo a nuestro padre tanto como vosotras -se defendió la pequeña, con lágrimas en los ojos-. Y bien contentas podéis estar, pues ambicionabais un hermoso reino y vais a poseerlo.
Las mayores se reían de ella y el rey, apesadumbrado, la arrojó de palacio porque su vista le hacía daño.
La princesa, sorbiéndose las lágrimas, se fue sin llevar más que lo que el monarca le había autorizado: un vestido para diario, otro de fiesta y su traje de boda. Y así empezó a caminar por el mundo. Anda que te andarás, llegó a la orilla de un lago junto al que se balanceaban los juncos. El lago le devolvió su imagen, demasiado suntuosa para ser una mendiga. Entonces pensó hacerse un traje de juncos y cubrir con él su vestido palaciego. También se hizo una gorra del mismo material que ocultaba sus radiantes cabellos rubios y la belleza de su rostro.
A partir de entonces, todos cuantos la veían la llamaban "Gorra de Junco".
Andando sin parar, acabó en las tierras del príncipe que fue su prometido. Allí supo que el anciano monarca acababa de morir y que su hijo se había convertido en rey. Y supo asimismo que el joven soberano estaba buscando esposa y que daba suntuosas fiestas amenizadas por la música de los mejores trovadores.
La princesa vestida de junco lloró. Pero supo esconder sus lágrimas y su dolor. Como no quería mendigar el sustento, fue a encontrar a la cocinera del rey y le dijo:
-He sabido que tienes mucho trabajo con tanta fiesta y tanto invitado. ¿No podrías tomarme a tu servicio?
La mujer estudió con desagrado a la muchacha vestida de juncos. Parecía un adefesio...
-La verdad es que tengo mucho trabajo. Pero si no vales te despediré, con que procura andar lista.
En lo sucesivo, nunca se quejó, por duro que fuera el trabajo. Además, no percibía jornal alguno y no tenía derecho más que a las sobras de la comida. Pero de vez en cuando podía ver de lejos al rey, su antiguo prometido cuando salía de cacería y sólo con ello se sentía más feliz y cobraba alientos para sopor-tar las humillaciones.
Sucedió que el poderoso rey había dejado de serlo, porque ya había repartido el reino entre sus dos hijas mayores. Con sus cien caballeros, se dirigió a casa de su hija mayor, que le salió al encuentro, diciendo:
-Me alegro de verte, padre. Pero traes demasiada gente y supongo que con cincuenta caballeros tendrías bastante.
-¿Cómo? exclamó él encolerizado-. ¿Te he regalado un reino y te duele albergar a mis caballeros? Me iré a vivir con tu hermana.
La segunda de sus hijas le recibió con cariño y oyó sus quejas. Luego le dijo:
-Vamos, vamos, padre; no debes ponerte así, pues mi hermana tiene razón. ¿Para qué quieres tantos caballeros? Deberías despedirlos a todos. Tú puedes quedarte, pero no estoy por cargar con toda esa tropa.
-Conque esas tenemos? Ahora mismo me vuelvo a casa de tu hermana. Al menos ella, admitía a cincuenta de mis hombres. Eres una desagradecida.
El anciano, despidiendo a la mitad de su guardia, regresó al reino de la mayor con el resto. Pero como viajaba muy des-pacio a causa de sus años, su hija segunda envió un emisario a su hermana, haciéndola saber lo ocurrido. Así que ésta, alertada, ordenó cerrar las puertas de palacio y el guardia de la torre dijo desde lo alto:
-iMarchaos en buena hora! Mi señora no quiere recibiros.
El viejo monarca, con la tristeza en alma, despidió a sus caballeros y como
nada tenía, se vio en la precisión de vender su caballo. Después, vagando por el bosque, encontró una choza abandonada y se quedó a vivir en ella.
Un día que Gorro de Junco recorría el bosque en busca de setas para la comida del soberano, divisó a su padre sentado en la puerta de la choza. El corazón le dio un vuelco. ¡Que pena, verle en aquel estado!
El rey no la reconoció, quizá por su vestido y gorra de juncos y porque había perdido mucha vista.
-Buenos días, señor -dijo ella-. ,Es que vivís aquí solo?
-Quién iba a querer cuidar de un pobre viejo? -replicó el rey con amargura.
-Mucha gente -dijo la muchacha-.
Y si necesitáis algo decírmelo.
En un momento le limpió la choza, le hizo la cama y aderezó su pobre comida.
-Eres una buena muchacha -le dijo el rey.
La joven iba a ver a su padre todos los domingos y siempre que tenía un rato libre, pero sin darse a conocer. Y también le llevaba cuanta comida podía agenciarse en las cocinas reales. De este modo hizo menos dura la vida del anciano.
En palacio iba a celebrarse un gran baile. La cocinera dijo que el personal tenía autorización para asistir.
-Pero tú, Gorra de Junco, no puedes presentarte con esa facha, así que cuida de la cocina -añadió.
En cuanto se marcharon todos, la joven se apresuró a quitarse el disfraz de juncos y con el vestido que usaba a diario cuando era princesa, que era muy hermoso, y sus lindos cabellos bien peinados, hizo su aparición en el salón. Todos se quedaron mirando a la bellísima criatura. El rey, disculpándose con las princesas que estaban a su lado, fue a su encuentro y le pidió:
-Quieres bailar conmigo, bella desconocida?
Ni siquiera había reconocido a su antigua prometida. Cierto que había pasado algún tiempo y ella se había convertido en una joven espléndida.
Bailaron un vals y luego ella, temiendo ser descubierta, escapó en cuanto tuvo ocasión, yendo a esconderse en su habitación. Pero era feliz, pues había estado junto al joven a quien seguía amando.
Al día siguiente del baile en palacio, la cocinera no hacía más que hablar de la hermosa desconocida y de la admiración que le había demostrado al soberano.
Este, quizá con la idea de ver a la linda joven, dio un segundo baile y la princesa, con su vestido de fiesta, todavía más deslumbrante que la vez anterior, apareció en el salón y el monarca no bailó más que con ella. Las princesas asistentes, fruncían el ceño.
También esta vez la princesita pudo escapar sin ser vista.
A la mañana siguiente, el jefe de cocina amonestó a la cocinera.
-Al rey no le ha gustado el desayuno que has preparado. Si vuelve a suceder, te despediré.
De nuevo el monarca dio otra fiesta. Gorra de Junco, esta vez con su vestido de boda de princesa, acudió a ella. Estaba tan hermosa que todos la miraban.
El rey le dijo:
-Eres la muchacha más bonita que he conocido y también la más dulce. Te suplico que no te escapes y te cases conmigo.
La muchacha sonreía, sonreía siempre, pero pudo huir en un descuido del monarca. Este estaba tan desconsolado que en los días siguientes apenas probaba la comida
Una mañana en que ninguno se atrevía a preparar el desayuno real, pues nadie complacía al soberano, la cocinera ordenó a Gorra de Junco que lo preparase ella, para librarse así de regañinas. La muchacha puso sobre la mermelada su anillo de prometida, el que un día le regalara el joven príncipe. Al verlo, exclamó:
-Que venga la cocinera!
La mujer se presentó muerta de miedo y aseguró que ella no tuvo parte en la confección del desayuno, sino una muchacha llamada Gorra de Junco. El monarca la llamó a su presencia. Bajo el vestido de juncos llevaba su traje de novia.
-De dónde has sacado el anillo que estaba en mi plato?
-Me lo regalaron.
-Quién eres tú?
-Me llaman Gorra de Junco, señor.
El soberano, que la estaba mirando con desconfianza, vio bajo los juncos un brillo similar al de la plata y los diamantes y exigió:
-Déjame ver lo que llevas debajo.
Ella se quitó lentamente el vestido de juncos y la gorra y apareció con el mara-villoso vestido de bodas.
-Oh, querida mía! ¿Así que eras tú? No sé si podrás perdonarme.
Pero como la princesa le amaba, le perdonó de todo corazón y se iniciaron los preparativos de las bodas. La princesa hizo llamar a su padre, que no sabía cómo disculparse con ella por lo ocurrido.
El banquete fue realmente regio, pero la comida estaba completamente sosa y todo el mundo la dejaba en el plato. El rey, enfadado, hizo que acudiera el jefe de cocina.
-Esto no se puede comer -protestó.
La princesa entonces, mirando a su padre, ordenó que trajeran sal. Y el anciano rompió a llorar, pues en aquel momento comprendió cuánto le amaba su hija menor y lo mal que había sabido comprenderla.
En cuanto a las otras dos ambiciosas princesas, riñeron entre sí y se produjo una guerra en la que murieron ellas y sus maridos. De tan triste circunstancia supo compensar al anciano monarca el cariño de su hija menor.

FIN

FUENTE:/www.terra.es

CUENTOS- EL GATO CON BOTAS

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EL GATO CON BOTAS

Érase una vez un molinero que tenía tres hijos. A su muerte les dejó, por toda herencia, un molino, un asno y un gato. El reparto se hizo enseguida, sin llamar al notario ni al procurador, pues probablemente se hubieran llevado todo el pobre patrimonio. Al hijo mayor le tocó el molino; al segundo, el asno, y al más pequeño sólo le correspondió el gato. Este último no se podía consolar de haberle tocado tan poca cosa.
-Mis hermanos -se decía- podrán ganarse la vida honradamente juntándose los dos; en cambio yo, en cuanto me haya comido el gato y me haya hecho un manguito con su piel, me moriré de hambre.
El gato, que estaba oyendo estas palabras, haciéndose el distraído, le dijo con aire serio y sosegado:
-No te aflijas en absoluto, mi amo, no tienes más que darme un saco y hacerme un par de botas para ir por los zarzales, y ya verás que tu herencia no es tan poca cosa como tú crees.
Aunque el amo del gato no hizo mucho caso al oírlo, lo había visto valerse de tantas estratagemas para cazar ratas y ratones, como cuando se colgaba por sus patas traseras o se escondía en la harina haciéndose el muerto, que no perdió la esperanza de que lo socorriera en su miseria.
En cuanto el gato tuvo lo que había solicitado, se calzó rápidamente las botas, se echó el saco al hombro, cogió los cordones con sus patas delanteras y se dirigió hacia un coto de caza en donde había muchos conejos. Puso salvado y hierbas dentro del saco, se tendió en el suelo como si estuviese muerto, y esperó que algún conejillo, poco conocedor de las tretas de este mundo, viniera a meterse en el saco para comer lo que en él había echado.
Apenas se hubo recostado, cuando tuvo la primera satisfacción; un distraído conejillo entró en el saco. El gato tiró enseguida de los cordones para atraparlo, y lo mató sin compasión.
Muy orgulloso de su presa, se dirigió hacia el palacio del Rey y pidió que lo dejaran entrar para hablar con él. Le hicieron pasar a los aposentos de Su Majestad y, después de hacer una gran reverencia al Rey, le dijo:
-Majestad, aquí tenéis un conejo de campo que el señor marqués de Carabás -que es el nombre que se le ocurrió dar a su amo- me ha encargado ofreceros de su parte.
-Dile a tu amo -contestó el Rey- que se lo agradezco, y que me halaga en gran medida.
Otro día fue a esconderse en un trigal dejando también el saco abierto; en cuanto dos perdices entraron en él, tiró de los cordones y las cogió a las dos. Enseguida fue a ofrecérselas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. Una vez más, el Rey se sintió halagado al recibir las dos perdices, y ordenó que le dieran una propina.
Durante dos o tres meses el gato continuó llevando al Rey, de cuando en cuando, las piezas que cazaba y le decía que lo enviaba su amo.
Un día se enteró que el Rey iba a salir de paseo por la ribera del río con su hija, la princesa más hermosa del mundo, y le dijo a su amo:
-Si sigues mi consejo podrás hacer fortuna; no tienes más que bañarte en el río en el lugar que yo te indique y luego déjame hacer a mí.
El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejaba, sin saber con qué fines lo hacía. Mientras se bañaba, pasó por allí el Rey, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Socorro, socorro! ¡Que se ahoga el Marqués de Carabás!
Al oír los gritos, el Rey se asomó por la ventanilla y, reconociendo al gato que tantas piezas de caza le había llevado, ordenó a sus guardias que fueran enseguida en auxilio del Marqués de Carabás.
Mientras sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que, mientras se bañaba su amo, habían venido unos ladrones y se habían llevado sus ropas, a pesar de que él gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda; el gato las había escondido bajo una enorme piedra. Al instante, el Rey ordenó a los encargados de su guardarropa que fueran a buscar uno de sus más hermosos trajes para el señor marqués de Carabás.
El Rey le ofreció mil muestras de amistad y, como el hermoso traje que acababan de darle realzaba su figura (pues era guapo y de buena presencia), la hija del rey lo encontró muy de su agrado, de modo que, en cuanto el marqués de Carabás le dirigió dos o tres miradas muy respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró locamente de él. El rey quiso que subiera a su carroza y que los acompañara en su paseo. El gato, encantado al ver que su plan empezaba a dar resultado, se adelantó a ellos y, cuando encontró a unos campesinos que segaban un campo, les dijo:
-Buenas gentes, si no decís al rey que el campo que estáis segando pertenece al señor marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como carne de pastel.
Al pasar por allí, el rey no dejó de preguntar a los segadores que de quién era el campo que estaban segando.
-Estos campos pertenecen al señor marqués de Carabás -respondieron todos a la vez, pues la amenaza del gato los había asustado.
El gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo lo mismo a todos aquellos con quienes se encontraba, por lo que el rey estaba asombrado de las grandes posesiones del marqués de Carabás.
Finalmente el Gato con Botas llegó a un grandioso castillo, cuyo dueño era un ogro, el más rico de todo el país, ya que todas las tierras por donde el Rey había pasado dependían de aquel castillo. El gato, que por supuesto se había informado de quién era aquel ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él para presentarle sus respetos, pues no quería pasar de largo sin haber tenido ese honor.
El ogro lo recibió tan cortésmente como puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar un rato.
-Me han dicho -dijo el gato- que tenéis la habilidad de poder convertiros en cualquier clase de animal, que podéis transformaros en león o en elefante, por ejemplo.
-Es cierto -dijo impulsivamente el ogro-, y os lo voy a demostrar convirtiéndome ipso facto en un león.
El gato se asustó mucho de encontrarse de pronto delante de un león y, con gran esfuerzo y dificultad, pues sus botas no valían para andar por las tejas, se encaramó al alero del tejado.
Viendo luego el gato que el ogro había tomado otra vez su aspecto normal, bajó del tejado confesando que había pasado mucho miedo.
-También me han asegurado -dijo el gato- que sois capaz de convertiros en un animal de pequeño tamaño, como una rata o un ratón, aunque debo confesaros que esto sí que me parece del todo imposible.
-¿Imposible? -replicó el ogro- Lo veréis.
Y diciendo esto se transformó en un ratón que se puso a correr por el suelo. El gato, en cuanto lo vio, se arrojó sobre él y se lo comió.
Mientras tanto el Rey, que pasó ante el hermoso castillo, decidió entrar en él. Inmediatamente el gato, que había oído el ruido de la carroza al atravesar el puente levadizo, corrió a su encuentro y saludó al Rey:
-Sea bienvenido Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de Carabás.
-¡Pero bueno, señor Marqués! -exclamó el Rey. ¿Este castillo también es vuestro? ¡Qué belleza de patio! Y los edificios que lo rodean son también magníficos. ¿Pasamos al interior?
El marqués de Carabás tomó de la mano a la Princesa y, siguiendo al Rey, entraron en un majestuoso salón, donde los esperaban unos exquisitos manjares que el ogro tenía preparados para obsequiar a unos amigos suyos que habían de visitarlo ese mismo día, aunque éstos no creyeron conveniente entrar al enterarse de que el Rey se encontraba en el castillo.
El rey, al ver tantas riquezas del Marqués de Carabás, junto con sus buenas cualidades, y conociendo que su hija estaba perdidamente enamorada del marqués, decidió casar a su hija con el joven marqués, ya que a éste también se le veía beber los vientos por la Princesa.
La boda se celebró inmediatamente, convirtiéndose de este modo el hijo menor del molinero en un príncipe; y el gato, que se quedó a vivir en el palacio junto con su amo, devino un gran señor, que sólo corría ya detrás de los ratones para divertirse.
Y así, todos vivieron felices el resto de sus días.

CUENTOS- CAPERUCITA ROJA

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CAPERUCITA ROJA


Érase una vez una niña tan dulce y cariñosa, que robaba los corazones de cuantos la veían; pero quien más la quería era su abuelita, a la que todo le parecía poco cuando se trataba de obsequiarla. Un día le regaló una caperucita de terciopelo colorado, y como le sentaba tan bien y la pequeña no quería llevar otra cosa, todo el mundo dio en llamarla «Caperucita Roja». Díjole un día su madre:
- Mira, Caperucita: ahí tienes un pedazo de pastel y una botella de vino; los llevarás a la abuelita, que está enferma y delicada; le sentarán bien. Ponte en camino antes de que apriete el calor, y ve muy formalita, sin apartarte del sendero, no fueras a caerte y romper la botella; entonces la abuelita se quedaría sin nada. Y cuando entres en su cuarto no te olvides de decir «Buenos días», y no te entretengas en curiosear por los rincones.
- Lo haré todo como dices - contestó Caperucita, dando la mano a su madre. Pero es el caso que la abuelita vivía lejos, a media hora del pueblo, en medio del bosque, y cuando la niña entró en él encontróse con el lobo. Caperucita no se asustó al verlo, pues no sabía lo malo que era aquel animal
- ¡Buenos días, Caperucita Roja!
- ¡Buenos días, lobo!
- ¿Adónde vas tan temprano, Caperucita
- A casa de mi abuelita.
- ¿Y qué llevas en el delantal?
- Pastel y vino. Ayer amasamos, y le llevo a mi abuelita algo para que se reponga, pues está enferma y delicada.
- ¿Dónde vive tu abuelita?
- Bosque adentro, a un buen cuarto de hora todavía; su casa está junto a tres grandes robles, más arriba del seto de avellanos; de seguro que la conoces - explicóle Caperucita.
Pensó el lobo: «Esta rapazuela está gordita, es tierna y delicada y será un bocado sabroso, mejor que la vieja. Tendré que ingeniármelas para pescarlas a las dos». Y, después de continuar un rato al lado de la niña, le dijo:
- Caperucita, fíjate en las lindas flores que hay por aquí. ¿No te paras a mirarlas? ¿Y tampoco oyes cómo cantan los pajarillos? Andas distraída, como si fueses a la escuela, cuando es tan divertido pasearse por el bosque.
Levantó Caperucita Roja los ojos, y, al ver bailotear los rayos del sol entre los árboles y todo el suelo cubierto de bellísimas flores, pensó: «Si le llevo a la abuelita un buen ramillete, le daré una alegría; es muy temprano aún, y tendré tiempo de llegar a la hora». Se apartó del camino para adentrarse en el bosque y se puso a coger flores. Y en cuanto cortaba una, ya le parecía que un poco más lejos asomaba otra más bonita aún, y, de esta manera penetraba cada vez más en la espesura, corriendo de un lado a otro.
Mientras tanto, el lobo se encaminó directamente a casa de la abuelita, y, al llegar, llamó a la puerta.
- ¿Quién va?
- Soy Caperucita Roja, que te trae pastel y vino. ¡Abre!
- ¡Descorre el cerrojo! - gritó la abuelita -; estoy muy débil y no puedo levantarme.
Descorrió el lobo el cerrojo, abrióse la puerta, y la fiera, sin pronunciar una palabra, encaminóse al lecho de la abuela y la devoró de un bocado. Púsose luego sus vestidos, se tocó con su cofia, se metió en la cama y corrió las cortinas.
Mientras tanto, Caperucita había estado cogiendo flores, y cuando tuvo un ramillete tan grande que ya no podía añadirle una flor más, acordóse de su abuelita y reemprendió presurosa el camino de su casa. Extrañóle ver la puerta abierta; cuando entró en la habitación experimentó una sensación rara, y pensó: «¡Dios mío, qué angustia siento! Y con lo bien que me encuentro siempre en casa de mi abuelita». Gritó:
- ¡Buenos días! - pero no obtuvo respuesta. Se acercó a la cama, descorrió las cortinas y vio a la abuela, hundida la cofia de modo que le tapaba casi toda la cara y con un aspecto muy extraño.
- ¡Ay, abuelita! ¡Qué orejas más grandes tienes!
- Son para oírte mejor.
- ¡Ay, abuelita, vaya manos tan grandes que tienes!
- Son para cogerte mejor.
- ¡Pero, abuelita! ¡Qué boca más terriblemente grande!
- ¡Es para tragarte mejor!
Y, diciendo esto, el lobo saltó de la cama y se tragó a la pobre Caperucita Roja. Cuando el mal bicho estuvo harto, se metió nuevamente en la cama y se quedó dormido, roncando ruidosamente.
He aquí que acertó a pasar por allí el cazador, el cual pensó. «¡Caramba, cómo ronca la anciana! ¡Voy a entrar, no fuera que le ocurriese algo!». Entró en el cuarto y, al acercarse a la cama, vio al lobo que dormía en ella.
- ¡Ajá! ¡Por fin te encuentro, viejo bribón! - exclamó -. ¡No llevo poco tiempo buscándote!
Y se disponía ya a dispararle un tiro, cuando se le ocurrió que tal vez la fiera habría devorado a la abuelita y que quizás estuviese aún a tiempo de salvarla. Dejó, pues, la escopeta, y, con unas tijeras, se puso a abrir la barriga de la fiera dormida. A los primeros tijerazos, vio brillar la caperucita roja, y poco después saltó fuera la niña, exclamando: - ¡Ay, qué susto he pasado! ¡Y qué oscuridad en el vientre del lobo!
A continuación salió también la abuelita, viva aún, aunque casi ahogada. Caperucita Roja corrió a buscar gruesas piedras, y con ellas llenaron la barriga del lobo. Éste, al despertarse, trató de escapar; pero las piedras pesaban tanto, que cayó al suelo muerto.
Los tres estaban la mar de contentos. El cazador despellejó al lobo y se marchó con la piel; la abuelita se comió el pastel, se bebió el vino que Caperucita le había traído y se sintió muy restablecida. Y, entretanto, la niña pensaba: «Nunca más, cuando vaya sola, me apartaré del camino desobedeciendo a mi madre».
Y cuentan también que otro día que Caperucita llevó un asado a su anciana abuelita, un lobo intentó de nuevo desviarla de su camino. Mas la niña se guardó muy bien de hacerlo y siguió derechita, y luego contó a la abuela que se había encontrado con el lobo, el cual le había dado los buenos días, pero mirándola con unos ojos muy aviesos.
- A buen seguro que si no llegamos a estar en pleno camino, me devora.
- Ven - dijo la abuelita -, cerraremos la puerta bien, para que no pueda entrar.
No tardó mucho tiempo en presentarse el muy bribonazo, gritando: - Ábreme, abuelita; soy Caperucita Roja, que te traigo asado.
Pero las dos se estuvieron calladas, sin abrir. El lobo dio varias vueltas a la casa y, al fin, se subió de un brinco al tejado, dispuesto a aguardar a que la niña saliese al anochecer, para volver a casa; entonces la seguiría disimuladamente y la devoraría en la oscuridad. Pero la abuelita le adivinó las intenciones. He aquí que delante de la casa había una gran artesa de piedra y la anciana dijo a la pequeña: - Coge el cubo, Caperucita; ayer cocí salchichas, ve a verter el agua en que las cocí.
Hízolo así Caperucita, y repitió el viaje hasta que la artesa, estuvo llena. El olor de las salchichas subió hasta el olfato del lobo, que se puso a husmear y a mirar abajo hasta que al fin, alargó tanto el cuello, que perdió el equilibrio, resbaló del tejado, cayó de lleno en la gran artesa, y se ahogó. Caperucita se volvió tranquilamente a casita sin que nadie le tocase ni un pelo.

CUENTOS - HANSEL Y GRETEL

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HANSEL Y GRETEL

Al lado de un frondoso bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos: el niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer y, en una época de escasez que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día.
Estaba el leñador una noche en la cama, sin que las preocupaciones le dejaran pegar ojo, cuando, desesperado, dijo a su mujer:
-¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo daremos de comer a los pobres pequeños? Ya nada nos queda.
-Se me ocurre una idea -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.
-¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.
-¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes!
Y no cesó de importunarle, hasta que el pobre leñador accedió a lo que le proponía su mujer.
-Pero los pobres niños me dan mucha lástima -concluyó el hombre.
Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que la madrastra dijo a su padre.
Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hansel:
-¡Ahora sí que estamos perdidos!
-No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.
Cuando los viejos estuvieron dormidos, Hansel se levantó, se puso la chaquetilla y, sigilosamente, abrió la puerta y salió a la calle. Brillaba una luna espléndida, y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como monedas de plata. Hansel fue recogiendo piedras hasta que no le cupieron más en los bolsillos de la chaquetilla. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel:
-Nada temas, hermanita, y duerme tranquila. Dios no nos abandonará.
Y volvió a meterse en la cama.
Con las primeras luces del día, antes aun de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños:
-¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque a por leña.
Y dando a cada uno un mendruguillo de pan, les advirtió:
-Aquí tenéis esto para el almuerzo, pero no os lo vayáis a comer antes, pues no os daré nada más.
Gretel recogió el pan en su delantal, puesto que Hansel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. De cuando en cuando, Hansel se detenía para mirar hacia atrás en dirección a la casa. Entonces , le dijo el padre:
-Hansel, no te quedes rezagado mirando para atrás. ¡Vamos, camina!
-Es que miro mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós -respondió el niño.
Y replicó la mujer:
-Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea.
Pero lo que estaba haciendo Hansel no era mirar al gato, sino ir arrojando blancas piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino.
Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:
-Ahora recoged leña, pequeños; os encenderé un fuego para que no tengáis frío.
Hansel y Gretel se pusieron a coger ramas secas hasta que reunieron un montoncito. Encendieron una hoguera y, cuando ya ardía con viva llama, dijo la mujer:
-Poneos ahora al lado del fuego, niños, y no os mováis de aquí; nosotros vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.
Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego y, al mediodía, cada uno se comió su mendruguillo de pan. Y, como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco.
Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron bien entrada la noche, en medio de una profunda oscuridad.
-¿Cómo saldremos ahora del bosque? -exclamó Gretel, rompiendo a llorar.
Pero Hansel la consoló:
-Espera un poco a que salga la luna, que ya encontraremos el camino.
Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, Hansel, cogiendo de la mano a su hermanita, se fue guiando por las piedrecitas blancas que, brillando como monedas de plata, le indicaron el camino.
Estuvieron andando toda la noche, y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó:
-¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Ya creíamos que no pensabais regresar!
Pero el padre se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado.
Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país que volvió a afectarles a ellos. Y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido:
-Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros.
Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y dijo:
-Mejor harías compartiendo con tus hijos hasta el último bocado.
Pero la mujer no atendía a razones, y lo llenó de reproches e improperios; de modo que el hombre no tuvo valor para negarse y hubo de ceder otra vez.
Sin embargo los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se durmieron, Hansel se levantó de la cama con intención de salir a recoger guijarros como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo , no obstante, a su hermanita para consolarla:
-No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios nos ayudará.
A la mañana siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior.
Camino del bosque, Hansel iba desmigando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.
-Hansel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -dijo el padre-. ¡Vamos, no te entretengas!
-Estoy mirando a mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.
-¡Tarugo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea.
Pero Hansel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. De nuevo encendieron un gran fuego, y la mujer les dijo:
-Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, podéis dormir un poco. Nosotros vamos a por leña y, al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogeros.
A mediodía, Gretel repartió su pan con Hansel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscarlos; se despertaron cuando era ya noche cerrada. Hansel consoló a Gretel diciéndole:
-Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he ido arrojando al suelo, y nos mostrarán el camino de vuelta.
Cuando salió la luna se dispusieron a regresar, pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los miles de pajarillos que volaban por el bosque. Hansel dijo entonces a Gretel:
-Encontraremos el camino.
Pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; además estaban hambrientos, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, se echaron al pie de un árbol y se quedaron dormidos.
Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se internaban más profundamente en el bosque; si alguien no acudía pronto en su ayuda, morirían de hambre. Sin embargo, hacia el mediodía, vieron un hermoso pajarillo blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; cantaba tan alegremente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado de cantar, abrió sus alas y emprendió el vuelo; y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; al acercarse, vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de chocolate, y las ventanas eran de puro azúcar.
-¡Vamos a por ella! -exclamó Hansel-. Nos vamos a dar un buen banquete. Me comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás lo dulce que es.
Hansel se encaramó al tejado y partió un trocito para probar a qué sabía, mientras Gretel mordisqueaba en la ventana. Entonces oyeron una fina voz que venía de la casa, pero siguieron comiendo sin dejarse intimidar. Hansel, a quien el tejado le había gustado mucho, arrancó un gran trozo y Gretel, tomando todo el cristal de una ventana, se sentó en el suelo a saborearlo. Entonces se abrió la puerta bruscamente y salió una mujer muy vieja, que caminaba apoyándose en un bastón.
Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, moviendo la cabeza, les dijo:
-¡Hola, queridos niños!, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad y quedaos conmigo que no os haré ningún daño.
Y, cogiéndolos de la mano, los metió dentro de la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas que estaban preparadas con preciosas sábanas blancas, y Hansel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo.
La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con chocolate con el único objeto de atraerlos. Cuando un niño caía en su poder, lo mataba, lo cocinaba y se lo comía; esto era para ella una gran fiesta. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos advierten la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hansel y Gretel, dijo riéndose malignamente:
-¡Ya son míos; éstos no se me escapan!
Se levantó muy temprano, antes de que los niños se despertaran, y al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillas sonrosadas, murmuró entre dientes:
-¡Serán un buen bocado!
Y agarrando a Hansel con sus huesudas manos, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró tras unas rejas. El niño gritó con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Se dirigió entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola violentamente y gritándole:
-¡Levántate, holgazana! Ve a buscar agua y prepárale algo bueno de comer a tu hermano; está afuera en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien gordo, me lo comeré.
Gretel se echó a llorar amargamente, pero todo fue en vano; tuvo que hacer lo que le pedía la malvada bruja. Desde entonces a Hansel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no recibía sino migajas. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:
-Hansel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordito.
Pero Hansel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, creía que era realmente el dedo del niño, y se extrañaba de que no engordase. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hansel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso esperar más tiempo:
-¡Anda, Gretel -dijo a la niña-, ve a buscar agua! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré.
¡Oh, cómo gemía la pobre hermanita cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por sus mejillas!
-¡Dios mío, ayúdanos! -exclamó-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!
-¡Deja ya de lloriquear! -gritó la vieja-; ¡no te servirá de nada!
Por la mañana muy temprano, Gretel tuvo que salir a llenar de agua el caldero y encender el fuego.
-Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa.
Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de donde ya salían llamas.
-Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -dijo la bruja.
Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese dentro, para asarla y comérsela también. Pero Gretel adivinó sus intenciones y dijo:
-No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo puedo entrar?
-¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella.
Y para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en el horno. Entonces Gretel, de un empujón, la metió dentro y, cerrando la puerta de hierro, echó el cerrojo. ¡Qué chillidos tan espeluznantes daba la bruja! ¡Qué berridos más espantosos! Pero Gretel echó a correr, y la malvada bruja acabó muriendo achicharrada miserablemente.
Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hansel y le abrió la puerta, exclamando:
-¡Hansel, estamos salvados; la vieja bruja ha muerto!
Entonces saltó el niño fuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos! ¡Cómo se abrazaron! ¡Cómo se besaron y saltaron! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.
-¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hansel, llenándose de ellas los bolsillos.
Y dijo Gretel:
-También yo quiero llevar algo a casa.
Y, a su vez, se llenó el delantal de piedras preciosas.
-Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado.
Después de algunas horas de camino llegaron a un ancho río.
-No podemos pasar -dijo Hansel-, no veo ni vado ni puente.
-Tampoco hay ninguna barca -añadió Gretel-; pero mira, allí nada un pato blanco; si se lo pido nos ayudará a pasar el río.
Gretel llamó al patito pidiéndole que los ayudara.
El patito se acercó y Hansel se montó en él, y pidió a su hermanita que se sentara a su lado.
-No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; es mejor que nos lleve uno tras otro.
Así lo hizo el buen patito, y cuando ya estuvieron en la otra orilla y hubieron caminado un rato, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se echaron en los brazoso de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de felicidad desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; la madrastra había muerto. Sacudió Gretel su delantal y todas las perlas y piedras preciosas saltaron y rodaron por el suelo, mientras Hansel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron desde entonces todas las penas y, en adelante, vivieron los tres muy felices y contentos.

hermanos grimm